Los británicos, bien lo sabemos, son devotos seguidores y defensores de sus tradiciones. Algunas de las cuáles son tan añejas y tienen un tufo tan rancio, que buena parte del mundo sencillamente no las entiende. Pero eso sí, son lo suficientemente pintorescas como para servir como imán a todo tipo de turistas; los cuáles, aún sin comprender bien a bien de qué va la cosa, se sienten fascinados de fotografiar personajes, lugares y rituales. Y acosan de mil y un maneras a los guardias con gorros de piel de oso, con tal de tomarse una foto a un lado del pobre tipo dentro de su cabina de madera.
Una imagen obligada para todo aquél que visita Londres lo constituye la torre del reloj de Westminster. Que mucha gente identifica, erróneamente, como el Big Ben. Y digo erróneamente porque ese nombre no es ni el de la torre ni el del reloj. Sino el de la enorme campana que desde hace siglo y medio, con un sonido muy peculiar, da las horas en la capital británica.
Y sí, esa campana cumple por estos días un siglo y medio de haber medido el tiempo para los londinenses durante los mejores y peores días de la capital del Imperio Británico. El reloj (y por tanto, los campanazos) no se han detenido sino dos o tres veces en esos 150 años. No por nada, los británicos adoran a torre, reloj y campana. La cuál, por cierto, tiene un sonido tan especial porque está rajada. Como en el caso de los ausentes brazos de la Venus de Milo, un defecto se convierte, en virtud de la querencia y la tradición, en un detalle bello e infaltable.
Decíamos que el Big Ben ha visto de todo: los paseos de la Gorda Victoria durante su larga viudez; las calaveradas de su hijo Eduardo, los malos gustos femeninos de casi todos los varones de la Casa de Windsor y cómo Londres era hecho pedazos durante el blitz aéreo alemán en la la Segunda Guerra Mundial. A lo largo de este último evento, por cierto, la campana no dejó de dar las horas ni una sola vez, pese a que una bomba nazi pegó en un costado de la torre. En ese sentido, como se apuntaba, es un testigo de lo mejor y lo peor de la historia de la capital británica.
Fastidiosos como son los británicos por su pasado, en estos días alguien encontró la factura en la fábrica que fundió al Big Ben. Y resulta que salió bastante barata: unas mil libras esterlinas de 1858. En parte, porque se tomó a cuenta el metal de desecho de una campana anterior, que también se había rajado pero más allá de cualquier salvación.
Así que resulta que un querido símbolo de Londres y de Inglaterra toda, al que todos le guardamos cariño en mayor o menor medida, le costó al Parlamento británico menos que el salario mensual de cualquiera de nuestros ineptos, parasitarios, rapaces diputados. La verdad, no hay justicia en este mundo.