EDITORIAL Caricatura editorial columnas editorial

Silencio en la sala

Las laguneras opinan...

Laura Orellana Trinidad

Esta semana vi un programa de psicología experimental en el canal 11 acerca de lo imprescindible que resultan las relaciones interpersonales. Uno de los experimentos trató sobre una joven de unos 28 años a la que se propuso vivir durante una semana, en solitario, en un departamento en el Centro de Londres. El programa la presentó como una muchacha entusiasta, amiguera. Se dio cuenta de la relación estrecha que tenía con su hermana, así como con el resto de la familia y amigos. En pocas palabras, no demostraba tener una vocación de ermitaña. El departamento que se le acondicionó era amplio, con luz y ventanas a la calle. Se le impusieron varias restricciones: no podría ver televisión, escuchar radio, hablar por teléfono o mantener conversación alguna. Pero sí se le permitió tener una guitarra, implementos para dibujar, papel para escribir. Por supuesto, había cámaras de video registrando cada minuto de esa semana. Ella misma tendría que hacerse unas pruebas médicas sencillas para determinar su nivel de stress.

Los primeros dos días se le ve tranquila, tocando la guitarra, pintando. Pero al cuarto día ya se ven indicios de gran desesperación. Comienza a hablar a las cámaras y las pruebas indican niveles mayores de stress. El sexto día no puede más: de plano sale del departamento. No puede aguantar hasta el final. Para los psicólogos que elaboraron la prueba, éste es un claro signo de que no podemos prescindir de los demás, de la necesaria interdependencia cotidiana. La deducción es clara: imposible pasar unos días en soledad. Sin embargo, no quedé satisfecha con la conclusión, porque aunque yo tampoco tengo vocación de ermitaña, he pasado varios días sin comunicarme, en retiro y si bien al principio cuesta trabajo, la experiencia final resulta vivificadora.

Hoy sábado me entusiasma ver la contrapropuesta al experimento. La tercera película de la Muestra Internacional de Cine, El Gran Silencio, explora la vida de un grupo de monjes cartujos que viven en un monasterio, en los Alpes Franceses, en donde la voz humana escasea (en total la película tiene doce subtítulos) y así, los sonidos propios del ambiente, como los copos de nieve cayendo, las pisadas de los monjes, la lluvia que se escurre sobre los tejados o el sonido de las ramas secas, pasan a un primerísimo plano, junto a los cantos gregorianos (un entusiasta receptor de esta película recomienda no comer palomitas, ni siquiera tomar un refresco, bajo el riesgo de acaparar las miradas de los cinéfilos).

¿Cómo es que estos monjes, cuya vida en silencio y oración es su prioridad, permitieron ser filmados? El director, Philip Groning, explica que su primer interés por los cartujos no fue fílmico. Acudió en varias ocasiones con el prior a hacerle consultas personales. De esas visitas emergió su interés, primero en hacer una película sobre el tiempo, que luego fue modificada para dar a conocer la experiencia de ser un monje. Insiste en que no quiso hacer una película informativa sobre los cartujos, sino que el receptor tuviera la experiencia de lo que significa vivir en silencio y oración. Además, quería mostrar, según lo menciona en una entrevista, que “nunca había visto un lugar donde la gente fuera tan alegre y tan libre, donde no existe el miedo. Porque nosotros vivimos en una sociedad cuyo motor principal es el miedo. Se piensa que el motor es el deseo de los bienes materiales, pero eso no es más que una forma de esconder el miedo que hay detrás”. Señala con claridad: “A mí me cambió ver en la Cartuja una vida marcada, no por el miedo, sino por la confianza total en que la vida va a mejor. Creemos que podemos dar forma a nuestras vidas por nosotros mismos y que ésa será la única manera de encontrar la felicidad. Ese es el motivo por que tanta gente tiene miedo a la vida. El monasterio es un lugar libre de miedos. Uno tiene la edad que Dios le dice que tiene”.

Los monjes le pusieron limitaciones al cineasta: no podría musicalizar la película, no podría contar con luz artificial y además, no hacer ningún comentario. No podría introducir a un equipo de personas: tendría que filmar él mismo. Groning vivió en la Cartuja durante cuatro meses, realizando las mismas labores que ellos: sembrar en la huerta, arreglar zapatos, coser botones, lavar, orar y levantarse a media noche a rezar. Sólo filmaba dos o tres horas al día. Así, durante la primavera y verano de 2002 y tres semanas más al año siguiente, en invierno, reunió 170 horas de material, que tardó dos años y medio en montar.

Hay quienes han comparado los claroscuros de la fotografía de la cinta con la pintura de Zurbarán. Sencillo, el cineasta explica que no conocía anteriormente la obra de este pintor y que la calidad fotográfica se logró por el uso de un equipo con el que sólo contaban, en el año del rodaje, George Lucas, Lars von Traer y él. Hubiera sido imposible rodar una película sin luz artificial con las cámaras convencionales.

Una de las cuestiones que más impresiona a los que han acudido a ver la película es la austeridad de los cartujos. Sus hábitos están hechos de un montón de pedacitos de tela, nada se desperdicia. Si un monje muere, los botones se guardan para otros. Y sobre todo el silencio, ése que la joven del experimento no pudo tolerar, ése que difícilmente logramos tener en el bullicio de la vida moderna.

No deje de ver las 15 películas restantes de la Muestra Internacional de Cine, una excelente oportunidad para acercarnos a mundos desconocidos.

lorellanatrinidad@yahoo.com.mx

Leer más de EDITORIAL

Escrito en:

Comentar esta noticia -

Noticias relacionadas

Siglo Plus

+ Más leídas de EDITORIAL

LECTURAS ANTERIORES

Fotografías más vistas

Videos más vistos semana

Clasificados

ID: 330273

elsiglo.mx