Se fue el 2007 como se han ido todos los años precedentes. Los he contado, uno a uno, desde que tenía siete años: La profesora Cuquita Muñiz, mi maestra en los tres primeros años de la primaria, hacía que repitiéramos veinte veces en voz alta nuestra fecha de nacimiento para luego escribirla en los cuadernos de trabajo. Debíamos saber el día, el mes y el año de nuestra venida al mundo y la añada en curso, a la cual, para deducir nuestra edad, restábamos el año en que nacimos. Ya en tercer grado nos esforzamos para narrar, en las exiguas palabras de nuestro vocabulario, los recuerdos más importantes de la niñez: tardamos en hacerlo, pero la profesora había heredado la paciencia del Santo Job para lograr leer nuestros garabatos.
La idea pedagógica era, según me platicó mi otra profesora, Elenita Cortés, cuando ya jubilada y enferma la visité en su casa: motivar a los educandos por medio de la escritura para mejorar la expresión oral. En el tercer grado fue obligatorio leer, en un fin de semana o durante cortos periodos de vacaciones, algún pequeño libro o una nota periodística apropiada a nuestra edad, para luego describir su contenido.
En cuarto grado nos dio clases la profesora Amalia Ramos con quien aprendimos las virtudes del trabajo y de la disciplina. Exigente en la puntualidad vigilaba las horas de entrada con celo militar, demandaba la concentrada atención del grupo hacia su voz y movimientos durante la exposición de la clase y nos conminaba a jugar “ci-vi-li-za-da-men-te” en el periodo de recreo. No debíamos confundir la alegría de un descanso bien ganado con pleitos o competencias violentas, ya fueran guantadas o lucha libre.
La profesora Leonor Vega de Agundis impartió las clases de quinto grado. La recuerdo con gratitud pues a pesar de ser rigurosa, como toda la plantilla en la Escuela Modelo Benito Juárez, comprendía las limitaciones del aguerrido alumnado masculino y con infinita paciencia nos ayudaba a entender los temas en que inexorablemente fallábamos. Solía saludar a mi madre cuando pasaba frente a nuestra casa y se detenía a la ventana del cuarto en que ésta remendaba ropa o deshilaba manteles. Entre otros temas le rogaba meter en mi dura cabeza las reglas de la aritmética, coco de mi estrecha capacidad intelectual. “Ay doña Consuelo: usted no sabe lo que es batallar con un grupo de puros hombres”, se quejaba la maestra Vega y mi madre le respondía: “Ay, Leonor, si lo sabré: rezo cada día por que mis hijos, puros hombres, sean más tarde hombres puros”. Para su pena y nuestro contento, al menos en esa petición Diosito no le hizo el menor caso.
Fuimos felices mis condiscípulos y yo en la escuela Benito Juárez. La sorpresa vino en el sexto y último grado de educación primaria a cargo del propio director de la institución, el profesor Lorenzo Gámez, un maestro hecho al viejo cuño pedagógico en que el orden del salón y el cumplimiento de los deberes cívicos contaban tanto como un buen aprendizaje. Vestía siempre un traje de dril blanco, con tela de “La Estrella” compuesto de saco, chaleco, pantalón y corbata. En verano prescindía del chaleco, nunca de la corbata a la cual, solamente en momentos críticos de indisciplina, le aflojaba el nudo.
Erguido y de rápidos movimientos llegaba media hora antes del inicio de clases: a las ocho y a las quince horas durante cinco días a la semana. Los lunes por la mañana presidía el saludo a la bandera y los viernes, siempre a la penúltima hora, atestiguaba desde una butaca la llamada “sesión” de la sociedad de alumnos en la que los mejor dotados para el canto, la oratoria, la guitarra, el baile o la declamación lucían sus facultades. Al final había una sección de “crítica y contra crítica” a cargo del Director Gámez o de una maestra, de la cual pocos participantes salían bien librados.
A todos los alumnos, de cualquier grado, Don Lorenzo les hablaba de usted. Con sumo respeto anteponía un caballeroso “señor” al apellido del alumno. Aún para disciplinarnos era sumamente correcto y cuando se requería aplicar un castigo más enérgico que la simple reprensión del Director éste llamaba al grupo de “gañanes” a pararse frente al grupo y ordenaba: “a ver enseñen las palmas” y entonces mostrábamos abiertas las manos para recibir dos o tres palmetazos tundidos con una regla o una vara de membrillo en cada mano. Respetuosos y todo nos dolían. Con sólo ver aquellos instrumentos cualquier réprobo se convencería de observar buena conducta.
Una tarde llegué a la casa ocultando las palmas enrojecidas para que mi padre no las viera. “¿Qué te pasó en las manos?” Me preguntó en su conocido tono admonitorio. Mostré mis manos y respondí: Me castigó el Director. “Algo hiciste” dijo. Con los ojos enrojecidos apenas pude afirmar mediante un movimiento de cabeza. “Entonces no te quejes y acuéstate sin cenar”.
No faltan quienes, hoy en día, califiquen aquellos métodos como inhumanos y antipedagógicos. Lo serían o no, pero cierto es que a nadie hizo daño jamás un manazo maternal, unas fuertes nalgadas de nuestros padres o un palmetazo de los preceptores escolares. Por el contrario aprendimos a comportarnos; nos lo enseñaron quienes tenían autoridad moral para ello. Los actuales consentimientos de padres y maestros son, sin duda, muy humanos aunque siempre quede viva una triste expectativa ante los consentidos: tarde o temprano la misma vida les va a enseñar el deber ser y pagarán un precio más alto por la lección.