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Sin soberanía ni confianza

Jesús Silva-Herzog Márquez

Y la vida es pobre, fea, bruta y corta. La línea de Hobbes regresa a la mente cada vez que nos azota la irracionalidad de la violencia y el desabrigo del Estado. Regresar a los párrafos que describen la condición natural en el Leviatán es como recorrer las cortinas y ver la calle: la selva que nos cerca, que nos arranca la vida, que nos atemoriza despiertos y no nos deja dormir. La fiera que somos. Lo inermes que estamos. El hombre, al mismo tiempo un lobo y un insecto. Todo por la ausencia de un invento: la política. Sin política, arguye Hobbes, el hombre mata y muere. Sólo la política, con su instrumento primordial, el Estado, asegura la vida, asienta la tranquilidad, permite el trabajo. Gracias al Estado, la historia escapa de la repetición sangrienta y se echa a andar. El invento de la soberanía funda la paz. Nadie, más que el Estado tiene permiso para aplicar la fuerza. En su espacio territorial, sólo el Estado puede ejercer la violencia. Nadie, más que el soberano tiene autorización para limitar la libertad, para apoderarse de la propiedad de otros, para privar de la vida a otros. La concentración efectiva del poder termina inyectando orden, previsibilidad, sosiego.

Pero el paralelo de nuestra circunstancia con el oscuro cuadro de la anarquía hobbesiana no llega demasiado lejos. Es cierto que padecemos la desaparición de la soberanía y que parecemos, por ello, personajes de la imaginación teórica de Hobbes: salvajes con miedo. Nadie puede decir que el Estado mexicano cumpla con su tarea esencial: ofrecer seguridad a sus habitantes. Los constantes desafíos a su poder dan cuenta de su debilidad. Nadie puede asegurar que el Estado ejerza efectivamente ese monopolio de la violencia legítima que aparece en su carta de identidad. En muchos espacios, el Estado es un combatiente más. En otros lugares, es un ausente. La vida mexicana es, en muchos sentidos, una existencia al margen del Estado como proveedor de seguridad —pero no a salvo del Estado como origen de arbitrariedades y atropellos-.

En ese sentido, nos encontramos en una condición que parece agravar la miseria hobbesiana. Por una parte, el Estado no existe para imponer la ley; es incapaz de evitar el crimen y se muestra negado a castigar a los criminales. El monstruo imponente del Leviatán es, en ocasiones, ridículo: el Estado amenaza y el crimen ríe. El Estado se pone valiente, levanta la voz para anunciar castigos más severos y el crimen sigue riendo. Y sin embargo, el Estado no es una ficción cuando pertrecha al delito. Es entonces cuando deja de ser chusco y se vuelve temible. No existe como garante del orden, pero bien que existe para cobijar delincuentes sanguinarios e ineptos que matan. La condición prepolítica que pintaba el filósofo inglés era radicalmente igualitaria: todos tienen el mismo poder, la misma capacidad para defenderse y para cuidarse. Nadie es tan fuerte para sentirse libre de todo peligro; nadie es tan débil que sea incapaz de descalabrar al otro. A diferencia del estado de naturaleza de Hobbes, nuestra selva no encuentra siquiera el equilibrio de la igualdad destructora. Frente a unos que tienen todo el poder de aniquilarnos, estamos indefensos. Es cierto que todos podemos ser víctimas, pero no enfrentamos el peligro de nuestros iguales, sino de quienes han amasado un terrible poder destructivo. No es nuestro vecino, nuestro primo el que nos azota. Es la connivencia del Estado y el crimen lo que nos apalea. El Estado ha perdido soberanía, pero sigue teniendo la capacidad de uniformar a sus cuadros, de entregarles armas y credenciales. Y esos emblemas estatales sirven como disfraz del crimen.

No es extraño que la consecuencia de todo eso sea la más profunda desconfianza. Los crímenes más atroces son cometidos por quienes tienen la encomienda de cuidarnos. Sería imposible explicar el desbordamiento de la delincuencia sin advertir las redes de complicidad con distintas instancias gubernamentales. Por eso nos preguntamos con angustia ¿qué hay detrás del uniforme del policía? ¿Quién conduce la patrulla? ¿De quién recibe órdenes el oficial? ¿Qué harán con la información que se les entregó? ¿A quién protege el regimiento? ¿Qué propósito tienen los operativos? El impacto de la suspicacia en el orden político es mayor de lo que comúnmente se acepta. No se trata de una simple medición de respaldo o popularidad: la confianza es el cemento del orden democrático. No hablo de fe, de credulidad, de aceptación ciega. Hablo de una cuota indispensable de confianza, del necesario insumo de colaboración. La llamo cuota indispensable porque, en la edificación de la legalidad estatal, es vital la participación de la gente y la comunicación entre los particulares y el Gobierno. El alejamiento ciudadano, el abandono de todo compromiso público termina reforzando la ilegalidad. El círculo no encuentra escape: el Estado que no es capaz de asentar la legalidad, pero sí puede aliarse con la ilegalidad arrasa con la confianza. Y nada favorece tanto a la ilegalidad como esa huida.

En ese círculo estamos atrapados: el Estado fracasa como proveedor de orden y se rehabilita como protector del crimen. Nuestra desconfianza nos encierra en el miedo que es la derrota.

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