Cuando hay crisis, y estamos en medio de una, los gobernantes piden con urgencia la participación ciudadana, la cual, aunque deseable, es difícil por la desconfianza y lo accidentado de las vías de acceso.
Estoy entre aquellos ciudadanos interesados en la vida pública. Mi entusiasmo, como el de tantos otros, se limita al tiempo dejado por el trabajo y la vida privada. Con la experiencia ahí alcanzada y por el hábito de observar la realidad planteo una obviedad: la inseguridad hace retroceder a las ideologías, sacude las apatías y desencadena marchas que seguramente serán multitudinarias. ¿Cómo evitar que la energía no se consuma con la rapidez de una veladora? El mejor camino está en la participación organizada y permanente de la sociedad.
El enunciado es elemental y parecería sencillo de llevar a cabo porque es frecuente escuchar a los políticos de tiempo completo pedir el involucramiento ciudadano. La situación se enreda porque su deseo es que se acerquen ciudadanos mansos; su verdadera prioridad está en la defensa a ultranza de los empleos y los presupuestos que buscan disfrutar ellos y los suyos (un deseo fortalecido por la carestía y el desempleo azotan al país).
Son creencias tan correosas y extendidas que ni Harvard fue capaz de frenar a don Carlos Salinas decidido a favorecer (para beneficiarse) al hermano Raúl. Las visitas al confesionario o la mística panista tampoco le impidieron a don Vicente y a doña Marta llenar de beneficios a las televisoras y a los hijos de esta última. La austeridad de Marx y Lenin fue ignorada por don Narciso Agundez Montaño, el gobernador perredista de Baja California Sur que asegura su futuro –y el de los suyos— con placas de taxis.
Tanto arrojo en la defensa del privilegio la aprendieron de partidos que ahuyentan a los ciudadanos que les exigen cuentas sobre las prerrogativas o la forma como reparten candidaturas y puestos. Pese a lo anterior, se ha avanzado en la creación de puntos de convergencia entre Sociedad y Gobierno. Mencionaré los más importantes.
Los consejos ciudadanos son parte de la nueva cartografía. Ninguna secretaría, dependencia u organismo descentralizado carece de esa colección de personajes dispuesta a dar, de manera honorífica, su nombre y algo de tiempo. Es tan reciente la proliferación de estos organismos que frecuentemente incurren en la simulación. El titular del cargo invita a ciudadanos comodones, de esos que reducen su participación a la rueda de prensa inicial y a unas cuantas comidas por año. En esos ágapes de trabajo el aperitivo se reserva para el chisme, en la comida se pasa rapidito un reporte somero y un informe voluminoso raras veces leído, a la hora del postre y los aperitivos vienen las opiniones y preguntas de consejeros que anota con enorme empeño el secretario particular.
La participación ciudadana se modifica cuando se acercan ciudadanos con la independencia y/o los conocimientos que los llevan a tomarse en serio su papel porque buscan influir en la política pública en cuestión. Quien invita a este tipo de personajes es el político con vocación democrática. En situaciones como ésa se generan dinámicas impredecibles que pueden ser altamente positivas o terminar en la inquina y la mentada de madre entre el funcionario y el consejero.
Otra forma de participación es a través de organismos civiles que elaboran proyectos y solicitan fondos a dependencias públicas. La variedad de estos organismos es enorme. Están los caritativos determinados a ganarse la Gloria restañando heridas y enjugando lágrimas; en el extremo opuesto estarían quienes buscan cambiar la realidad empoderando a marginados; y por doquier pululan los simuladores que han encontrado en la sociedad civil una forma de enfrentar sus crisis. Es una relación en ebullición constante porque todavía no existe, ni en la cultura política ni en las regulaciones, una aceptación de la legitimidad que tienen estos organismos ni se han afinado los métodos para alejar las suspicacias cuando se juntan ciudadanos organizados y funcionarios.
Ejemplifico la incertidumbre resultante con un caso de organizaciones dedicadas a defender a las mujeres de la violencia. En 1999 se empezaron a crear Centros de Refugio para Mujeres Maltratadas. En 2007 esa red logró que las diputadas de la Comisión de Equidad de Género de la Cámara de Diputados etiquetaran 200 millones de pesos para 56 de esos organismos. El dinero fue canalizado a la Secretaría de Salud –la misma que en dos años ha sido incapaz de terminar la Encuesta Nacional de Adicciones—, la cual debió entregar los fondos en marzo de 2008. Los millones se hicieron perdidizos y este mes informaron a las mujeres que la cantidad se redujo a 58 millones además de que debían cambiar el modelo de atención.
La cofundadora de la Red Nacional de Refugios, la regiomontana Alicia Leal, resume el estado de ánimo: “Por un lado nos dicen que los problemas sociales son también responsabilidad de la sociedad civil, que debemos aprender a organizarnos, pero cuando lo hacemos y les mostramos lo que podemos y queremos hacer, nos la ponen difícil”.
Estamos en una coyuntura muy especial. Por la inseguridad se multiplican las invitaciones a ciudadanos y organismos civiles que responden dialogando con autoridades. Los resultados mejorarían si se disipan desconfianzas mutuas. Serviría que los políticos reconocieran que estos organismos sean independientes porque de esa manera cumplen con funciones indispensables para la vida democrática. Los organismos civiles, por su parte, deberían ampliar su legitimidad mejorando la transparencia y la rendición de cuentas que exigen a las autoridades.
En las crisis hay oportunidades. Es tan monstruosa la amenaza de la inseguridad que una convergencia inédita es posible, siempre y cuando las partes muestren su disposición a respetarse en sus diferencias. En las próximas semanas veremos si eso es posible.
La miscelánea
¡Cuatro años le llevó al Consejo de la Judicatura del Distrito Federal interesarse en el irregular comportamiento del juez civil, Miguel Ángel Robles Villegas! Durante ese tiempo el juez colaboró en una estrategia de hostigamiento deliberado en contra de Miguel Ángel Granados Chapa (y los coacusados) en un caso de difamación impulsado por el diputado priista Gerardo Sosa Castelán. Comportamientos de ese tipo confirman la desconfianza que provoca la justicia mexicana.
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