El espacio público era hasta hace unas décadas el ámbito donde la noción de política se ceñía a la obtención y retención del poder, y rechazaba por “inútil” o “subversiva” la defensa y la promoción de los intereses comunitarios. En México, durante la mayor parte del siglo XX, al espacio público lo monopoliza el aparato de Gobierno, a las mujeres se les trata como minoría marginal y marginalizable; a las minorías legítimas sujetas al prejuicio moral se les invisibiliza; a las minorías políticas se les reprime y cerca; a las movilizaciones por causas distintas a la conquista o a la conservación del poder, se les dedican el silencio y la desinformación. De hecho, aún falta para la aparición de los grandes movimientos ecologistas.
¿Es privado el espacio de los ámbitos empresariales? En lo tocante a los medios electrónicos, desde luego que no, son concesiones sujetas a la decisión de las autoridades, y, en caso de noticias de represiones o gran corrupción, a los empresarios les toca filtrar lo irremediable: “Se dio la matanza con mala suerte para una de las partes. Los únicos culpables son las víctimas”. Por mucho tiempo, y en gran medida hasta ahora, pese a la ruptura sistemática con el tradicionalismo en los medios electrónicos, no se admitía y hoy apenas se registra aunque sí se admite (“lo que dicen no está mal, lo que está mal es que lo digan”) la expresión de tesis políticas disidentes, de teorías feministas, de defensa específica de los derechos humanos, de reconocimientos de los derechos de las minorías.
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Mil novecientos sesenta y ocho es el recomienzo súbito del espacio público heterodoxo aunque todavía sólo en lo tocante a la política, y con el costo desmesurado de la matanza del 2 de octubre. A los años siguientes los derechos personales y de género irrumpen en el espacio público. El feminismo en 1971 expone sus llamados, y lo hace con pequeñas concentraciones de protesta por los concursos de belleza, y a favor de reivindicaciones elementales. “El aborto no es un gusto, es un último recurso”. El movimiento de liberación gay aparece como de improviso el 2 de octubre de 1978, y, ese día, en la marcha conmemorativa de la matanza de Tlatelolco, no se les rechaza sonoramente. Las cosas cambian en una vertiente en el espacio público, la más explícita. Unos sorpresivamente, no son rechazados sonoramente. Unos cuantos rechiflan, extrañeza, algo de distancia entre el contingente gay y el que los antecede y el que los sucede, “para que no los vayan a confundir”. Casi de modo inadvertido, la tolerancia moderna se inaugura ese día en México, a resultas de los estímulos positivos de la americanización.
No obstante estos avances, y aunque se percibe un gran cambio interno, el espacio público continúa en lo básico en manos de los poderes constituidos, y las intrusiones o se califican de excentricidades, o corresponden a protestas esporádicas, o se ven como los respiraderos que el autoritarismo concede. (“Griten de vez en cuando para que callen a gusto el resto del tiempo”).
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Por cortesía de la naturaleza, en 1955 se trastorna el uso del espacio público en 1985, luego del terremoto del 19 de septiembre. Cientos de miles de capitalinos ocupan un espacio antes sólo reservado a la política en su acepción más ortodoxa. A lo largo de dos o tres semanas, se construye algo semejante al Gobierno paralelo, o, mejor, al de la comunidad imaginaria (la nación, la ciudad) hasta entonces no concretada, en parte porque para salir a la superficie se requería del concurso de los medios electrónicos. Pasado el tiempo de la euforia, procede en el espacio público el desalojo de las masas solidarias.
Nada prepara para el estallido de 1988 tan largamente esperado sin embargo. Las campañas de Cuauhtémoc Cárdenas y Manuel Clouthier dinamizan la vida nacional, y hacen ver lo mortuorio, lo espectral de la utilización priista del espacio público. El acarreo, técnica histórica de los priistas, es de hecho el vergonzoso traslado de “almas muertas” casi a la manera de Gogol. En cambio, las multitudes animosas de cardenistas y panistas que colman el Zócalo, los mítines de Cárdenas en La Laguna, el valle de Mexicali y CU, los recorridos impetuosos de Clouthier por Monterrey o Guanajuato, la salida a la calle del PAN en el DF, las protestas por ese fraude colosal que, no obstante la muy explicable carencia de pruebas, es ya certidumbre histórica. (No pidan que se pruebe el fraude; demanden que se crea en un triunfo limpísimo de Carlos Salinas), todo lo que constituye el 88, redimensiona, para usar un verbo horrísono, el espacio público. Se quebranta el tabú implantado a la fuerza y convertido en alusión cabalística: la calle es del Gobierno y es del PRI, es herético o por lo menos irrespetuoso el sentirse con derecho de uso del espacio público.
Mil novecientos ochenta y ocho es también el fin de la idea que sitúa lo público nada más en espacios físicos, donde se vuelve un comentario entusiasta o agreste de lo privado, en la prensa, la radio, la televisión. Lo público se traslada, en tanto percepción y debate, a esos medios antes meramente jacarandosos, dotados súbitamente de las resonancias atribuibles al poder. Lo que carece de importancia significativa, tampoco dispone de importancia simbólica, incluso el colmar las plazas (especialidad de la izquierda, así como el signo de profesionalismo del PRI el acarreo, más ese día y el del PAN es el don de movilizar el día de elecciones. Nada). Las movilizaciones pasan de exhibiciones de fuerza de la ciudadanía a catástrofes de la vialidad, y 300 mil personas entusiastas en el Zócalo ya no son profecía a tomarse en cuenta. Esto, antes de 2006, y las marchas contra el desafuero de López Obrador.