Para Eliseo Loya (der.) y su madre María Elena Ochoa fue un golpe descomunal la triple pérdida: Édgar, su bebé del mismo nombre de apenas un año y Juan Carlos murieron en la masacre. (Agencia Reforma)
En la matanza del 16 de agosto en este poblado ubicado al pie de la Sierra Tarahumara, las utoridades dejaron abandonados a los ciudadanos frente a la brutalidad de la delincuencia organizada, que hace gala de su impunidad.
Segunda de cuatro partes
Esa noche en el poblado de Creel, definitivamente, no iba a ser como las anteriores.
Eso lo supo el sacerdote Javier Ávila cuando llegó a toda prisa al centro social ejidal Profortarah, en medio del pueblo, y se encontró con algo nunca visto.
Él había escuchado las detonaciones a mitad de una misa que presidía en la Iglesia Cristo Rey, frente a la Plaza Principal, y que le había solicitado de manera especial una familia muy grande de Los Mochis.
“Escuché que estaba todo alterado allá afuera; los balazos, que no acababa de saber qué ruidos eran, y los rechinidos de las llantas.
“Terminé la Eucaristía hasta distraído...”, evoca el jesuita.
Javier concluyó el servicio, cerró la iglesia y al salir vio cuando una camioneta derrapaba y se metía veloz en sentido contrario por una calle pequeña rumbo a la Clínica Santa Teresita, fundada por el sacerdote bienhechor Luis Verplanken.
“¡Dónde andabas, Pato!”, recuerda que le reclamó en la calle un vecino usando el alias afectuoso con el que le conocen.
“¡Hay dos muertos! ¡Los mataron con metralleta afuera del salón ejidal!”.
Muy serio, el sacerdote de barba y cabello entrecanos y lentes que se oscurecen al Sol marcó a la clínica y le comentaron que alguien había ido a advertirles: “no, prepárense, no son dos, son más de 10”, dijo el informante.
“Y todos...”, agregó poniendo el pulgar hacia abajo.
“Qué barbaridad”, musitó Javier, quien antes de subir a su camioneta vio cuando un vehículo de la Cipol, la Policía local, dejaba a vuelta de rueda a un ebrio en la Presidencia Municipal.
El párroco manejó los dos o tres minutos que le separaban de Profortarah. En el trayecto, dice, imaginó que se toparía por doquier con calles cerradas, patrullas, cintas amarillas.
“Y conforme fui llegando vi que no, que no había ninguna autoridad...”.
La escena que encontró era dantesca, describe el jesuita y, por un momento, sus manos tiemblan: cabezas destrozadas, partes de masa encefálica en el suelo, estómagos de los que se precipitaban intestinos, gargantas abiertas en boquete. Balas.
Llanto, histeria, gritos. Ni una autoridad, insiste, y dice que vio a lo lejos a oficiales de tránsito que, sin más, desaparecieron.
Javier era jaloneado por la turba dolorida. “¿Qué es esto, padre?”, le preguntaban desesperados. “¿Qué es esto?”
Fue un lapso en el que el sacerdote, silencioso, no daba crédito a lo que veía: entre aquellos amasijos de carne y charcas enormes de sangre alcanzaba a vislumbrar a sus feligreses: allí estaban las hermanas Ana Luisa y Gloria Lozano González, llorándole cada una a su único hijo, Óscar Felipe y René, respectivamente, de 19 y 17 años.
También, el transportista de carne Daniel Parra Urías, abrazando lo que le quedaba de Daniel Alejandro, su muchacho mayor, de 20 años, en tanto golpeaba con fuerza la tierra con el puño.
Más allá, Javier Montañez, “El Güero Carrocero”, acariciando el cuerpo de su hijo, Luis Javier. Acá, Bertha Alicia Galdeán, de ojeras marcadas, presa de un ataque nervioso, tocando por todas partes el cuerpo de su sobrino Luis Daniel Armendáriz Galdeán, de 18 años, que siempre pensó era el de su hijo Fernando Adán, de 19, porque ambos traían camisas parecidas y ella estaba ofuscada por el espanto.
Mejor que no hubiera descubierto su cuerpo, apenas a unos pasos de ella, cerca de autos agujereados y sin cristales.
“Perdí la razón: dicen que me arañé, que grité que Dios no existía...”, reconoce hoy la mujer, quien dos semanas después de los hechos supo la verdad y que en el ataúd sellado que veló estaba el cuerpo desbaratado de su hijo con los ojos abiertos.
“Necesité una sesión de regresión por parte de mi psicóloga”, agrega. “Allí vi todo lo que no pude esa tarde horrible...”.
Más allá, el cuadro alucinante: Eliseo Loya Ochoa, presidente seccional de Creel, cuyas lágrimas se repartían entre el cuerpo de su hijo Juan Carlos, de 21 años, y el de su hermano Édgar Alfredo, de 33, quien no soltó a su bebé Edgar Arnoldo. Tenía un año. Todos muertos.
“Aquello era... era realmente estremecedor”, describe el sacerdote y narra lo que hizo en las más de tres horas en las que ningún oficial o funcionario se hizo presente: de entrada, llamó al secretario general de Gobierno, Sergio Granados, quien no daba crédito a lo que el jesuita le contaba hasta que él mismo escuchó por el celular del religioso el escándalo de alaridos.
“Dios mío”, balbuceó el funcionario al otro lado de la línea y le indicó a Javier que le telefonearía a la procuradora Patricia González, quien a su vez le habló al cura para decirle que iba gente en camino desde la ciudad de Cuauhtémoc, a dos horas, pero que demorarían por una tormenta.
“A mí no me importa el personal que viene”, replicó contundente. “Me importa el personal que está aquí en el pueblo y que no se presenta. ¡Exijo que vengan aquí a darme la mano!”.
La advertencia era lógica: en su afán por estar con las víctimas, las familias estaban borrando evidencias, además de que había el temor de que los asesinos volviesen o de que el pueblo se sumiera aún más en el caos.
“¿Dónde están?”, bramaba el jesuita por teléfono, respuesta que hasta hoy nadie le ha dado.
Al correr de las horas, la gente suplicaba: “padre, si no llega la autoridad yo levanto a mi hijo y me lo llevo, yo lo limpio, yo lo lavo, ya lo quiero velar”. Pero él, dueño de la situación aunque con un nudo en la garganta, les pedía tiempo.
Por teléfono una vez más, la procuradora le preguntó al religioso si podía ir haciendo una lista de las víctimas y tomando fotos de sus cuerpos para abreviar el servicio pericial. Tras salir del asombro, el jesuita aceptó.
“Así, me tocó hacerla de policía, de guardián, de ministerio público”, cuenta, meditabundo. “Fui por una cámara que tenía en la camioneta y alguien me dijo: ‘Padre, esto hay que filmarlo para que se entere el mundo’”.
Javier pidió a los deudos y al pueblo entero, que ya para entonces se congregaba en la zona, que retrocedieran porque iba a levantar las sábanas que recién habían puesto para tomar fotos de los cadáveres.
Obedientes, todos aceptaron, en tanto el cura hacía la que sin duda ha sido la tarea más difícil de su apostolado.
“Hace muchos años, antes de ser jesuita, pertenecí al Socorro Alpino de México y me tocaron algunos rescates: gente que caía en la montaña y se mataba... Pero nada como esto”.
Los primeros elementos llegaron al fin de Cuauhtémoc, casi a la madrugada: como no había bolsas suficientes, algunos cuerpos fueron envueltos en cobijas.
Alguien dijo que se los llevarían a la ciudad para la autopsia y Javier se opuso determinante.
“¡Sobre mi cadáver!”, amenazó. “De aquí no sale ni un cuerpo”.
Javier se explica ante la intención irracional: una masacre, una carretera de noche y con lluvia, 13 cuerpos y 13 familias siguiéndoles en fila.
“Era un suicidio”, afirma.
Llegó al fin Efraín Bustillos, secretario del Ayuntamiento de Bocoyna, municipio al que pertenece Creel, y algunos testigos dicen que lo escucharon hablar por celular con el alcalde Ernesto Estrada González.
Algunos habitantes revelan que el edil estaba comiendo discada y bebiendo cerveza con amigos en “Los Carriles”, el sitio de carreras de caballos presuntamente de su propiedad, cuando fue notificado de la matanza, por lo que se retiró a la cabecera dejando Creel a merced del caos y el peligro.
“¡No la chin..., ven aquí que el pueblo te necesita!”, le gritó su subalterno.
Luego, funcionarios y policías dijeron que no se habían presentado de inmediato por el temor a ser linchados.
La verdad fue, sin embargo, que hubo testigos que vieron cómo antes de la masacre los jefes policiacos cerraron sus instalaciones y se fueron en autos sin placas, mientras los elementos de la Cipol fueron reunidos en un sitio denominado Cueva de los Leones.
Por ello, se dice que la autoridad fue avisada de la llegada del comando para que se le dejara vía libre.
Con Efraín llegó la Policía, a la que más de uno le gritó: “¿A qué vienen ya, a cuidar cadáveres?”
El propio sacerdote reclamó la ausencia de oficiales de la Cipol y los jefes le reiteraran su temor a ser linchados.
“Si una autoridad que debe estar trabajando bajo tensión no es capaz de manejar una situación de ésas para nada nos hace falta en ninguna parte del mundo”, dijo el jesuita.
Los restos fueron llevados poco a poco al único velatorio del lugar, Nuestra Señora de Montserrat, que apenas dio abasto, donde se les practicó la autopsia y se les preparó para los funerales.
Por la mañana del domingo, los deudos se llevaron a sus víctimas a las casas, en tanto Javier presidió una misa hasta las once de la noche, porque canceló las del día.
Dio aviso con un cartel: “En este pueblo no se puede celebrar la resurrección cuando ha habido tanta muerte”.
Esa noche, con los cuerpos en sus casas, con los suyos, sólo se escucharon gritos y llantos en el frío poblado de Creel.
El lunes, los ataúdes fueron colocados en el atrio de la Iglesia de Nuestra Señora de Lourdes, de donde fue partiendo uno a uno en camionetas hacia el Panteón. De esta manera, también ordenada por el sacerdote, cuando llegó la primera víctima al cementerio iba saliendo la última de la parroquia.
“Así despedimos las 12 cajas...”, cuenta Javier y se adelanta triste a la pregunta de por qué no 13.
“En una caja iban el papá y su bebé, abrazados... Así fueron sepultados”.
La autopsia practicada en ambos daría el resultado desolador: la misma bala que entró al cráneo del padre mató al hijo.
Mañana: duelo entre sombras