El lunes pasado murió Alejandro Solzhenitsyn, quien es considerado el máximo exponente de la literatura rusa durante la dictadura soviética.
Nacido el once de diciembre de mil novecientos dieciocho falleció a cuatro meses de cumplir los noventa años de edad, en ocasión de lo cual se prepara un gran homenaje en el que serían presentadas sus obras completas en treinta tomos, lo que de seguro ocurrirá como reconocimiento póstumo a su trayectoria de escritor y humanista.
Su vida calificada por él mismo como difícil, pero feliz, nos dice que realizó estudios de física y matemáticas en la Universidad de Rostov y posteriormente, ingresó al Ejército soviético en el que luchó durante la Segunda Guerra Mundial en el arma de artillería.
Al término de la guerra se convirtió en disidente frente a la dictadura de José Stalin, un régimen tristemente célebre por el terror que inspiraban sus actos represivos, en el que el espionaje político enfrentaba a padres e hijos. En el caso de Solzhenitsyn, una denuncia hecha por un amigo íntimo lo llevó a un campo de concentración en el que permaneció por más de ocho años.
Su experiencia como preso de conciencia lo encaminó de inicio a escribir su obra centrada en la reflexión sobre diversos casos particulares de disidentes, que padecieron los horrores de un sistema carcelario injusto destinado a doblegar el espíritu de los opositores al régimen.
Entre los grandes y numerosos males que causan los sistemas totalitarios, la dictadura soviética incurrió en el peor de todos porque después de someter a la población a la propaganda que postula al Estado comunista como suprema y única verdad de la existencia humana, sujetó a los disidentes a procedimientos químicos y técnicas psicológicas para llevarlos al agotamiento y la postración, hasta hacerlos decir y aceptar acerca de sí mismos todo tipo de afirmaciones, según los intereses del partido y del Estado.
En esos casos la voluntad de matar va dirigida en contra del espíritu, en lo que es la manifestación más oscura del poder de la muerte.
El fervoroso carácter de Solzhenitsyn impregnó su obra de un sentido profético de denuncia, que adquirió difusión a pesar de la violencia institucional existente, en virtud de la fisura que en el sistema soviético trajo consigo el relevo del mando a la llegada de Nikita Krushev, quien desató una purga de los viejos cuadros políticos conocida como “desestalinización”.
La coyuntura del momento hizo crecer a Solzhenitsyn y cuando el régimen de Leónidas Brezhnev quiso poner un alto al disidente, su fama había cruzado las fronteras del gulag soviético haciéndolo merecedor del Premio Nobel de Literatura en mil novecientos setenta.
La figura y obra de Solzhenitsyn adquirieron dimensión mundial y se convirtió en un reclamo viviente para el régimen soviético que lo deportó en mil novecientos setenta y cuatro, condenándolo a un destierro que se prolongó por veinte años, hasta que el escritor regresó una vez colapsada la dictadura comunista.
Al volver a su patria, Solzhenitsyn desplegó un liderazgo moral tendiente a restaurar los valores cristianos y nacionales larga y severamente reprimidos. En esa última fase de su vida, la obra del escritor se encamina a una propuesta sobre el presente y futuro de Rusia, basada en el rescate de valores universales y en la conciliación de las diferencias étnicas y religiosas que existen entre las distintas naciones que integran el mosaico ruso.
Solzhenitsyn mantuvo su estilo analítico y crítico durante los años de transición hacia la democracia hasta el último día de su vida, manteniendo una postura de apoyo y a la vez de exigencia frente a los sucesivos gobiernos de Rusia hasta la actualidad.
Tampoco los gobiernos de occidente ni las organizaciones internacionales escaparon al agudo juicio de Solzhenitsyn, por la falta de visión de tales entidades al tratar de imponer el sistema democrático en la antigua Unión Soviética, sin considerar las características particulares de los pueblos euroasiáticos.
Solzhenitsyn sobrevivió diecisiete años al régimen que combatió y al final de sus días, dispuso que su cuerpo fuera sepultado en el Monasterio de Donskoi en la ciudad de Moscú, en espera el día de la resurrección, con la misma Fe con la que los Cristianos Ortodoxos celebran la Pascua.
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