Los horrendos dramas en África que los noticiarios nos están dando a conocer son la expresión de la crisis alimentaria que va extendiéndose en el mundo. La falta de comida, aunada al alza de precios, hiere a los desheredados con hambrunas y sordos sacrificios en la dieta de las clases medias y trabajadoras.
Creíamos que había quedado superado el fantasma maltusiano de la inevitable escasez de víveres frente a un crecimiento demográfico desmedido. La producción de alimentos parecía a finales del siglo XX estar por encima del consumo mundial. Los cálculos estadísticos se prestaban a concluir que el problema alimenticio global era un asunto logístico.
Contra este optimismo, sin embargo, nos estamos despertando al hecho de que la alimentación de cientos de millones de seres en las zonas rurales empobrecidas y en las concentraciones urbanas depende, no de un abasto localmente controlable, sino de las decisiones de las grandes comercializadoras internacionales que compran, almacenan, transportan y manejan los precios.
La situación se complica ahora con el repentino uso de granos básicos y caña de azúcar para obtener combustibles. Sabemos que no es necesario que estos bioenergéticos se tomen del maíz, sorgo o soya. Hay materias primas alternativas que pueden cultivarse en tierras ociosas y desérticas. De todos modos la especulación hacia el alza de precios es un hecho.
Igual sucede con la vigorosa demanda que crece en los dos gigantes asiáticos aún cuando su comprobada capacidad para asegurarse una autosuficiencia alimentaria hará menos agobiante el problema de lo que se anuncia.
Aparece otro elemento que agrava la situación. Hay expertos que denuncian que los métodos que impulsaron la revolución verde reducen la vitalidad de las tierras y que el uso intensivo de los fertilizantes químicos deterioran los suelos y dañan la calidad final de las cosechas.
Pero hay algo fundamentalmente mal que se ha enquistado en las estructuras del abasto alimenticio a lo largo de las últimas décadas. En países como el nuestro han desaparecido los esquemas tradicionales de producción y consumo en una misma comunidad o región. Hemos adoptado criterios exclusivamente comerciales bajo el supuesto de que es más inteligente alentar productos lucrativos destinados a los mercados internacionales para cubrir el costo de la importación de alimentos básicos de menor rendimiento económico inmediato.
Esta política aniquiló modelos de producción que daban prioridad a sostener la economía rural y no se capacitó a los campesinos para que alcanzaran eficiencias internacionales. Sin precios de garantía adecuados, se les desalentó a producir los básicos y sus cosechas cayeron. El campesino quedó ahorcado mientras al consumidor nacional se le indujo a comprar productos importados, eso sí, subsidiados por lo que se ofrecían más baratos. Los productores en los países ricos se beneficiaron de los astronómicos apoyos que se les negaba a los agricultores pobres.
La compleja problemática fue revisada y discutida en la reciente reunión de la FAO en Roma. Ahí se hicieron nuevos llamados a la eliminación de subsidios otorgados a la agricultura protegida de los países industrializados. Pero también se insistió en la apertura total de los mercados y se condenó a los países en desarrollo como Tailandia, India y Filipinas que están prohibiendo exportar sus excedentes para defender su seguridad alimentaria.
El escenario se ha tornado lúgubre, rebasando cuestiones meramente logísticas. A menos de que se realice un viraje estructural profundo, la escalada en los precios de los alimentos continuará incontrolada.
Debemos empezar a garantizar el abasto a nuestra población y “blindarlo” contra las alzas de las cotizaciones internacionales. El apoyo a la producción comunitaria local es al final de cuentas, la vía más barata y socialmente justa.
Coyoacán, junio de 2008.
juliofelipefaesler@yahoo.com