El colaborador más cercano del presidente, su amigo íntimo ha muerto. Su desaparición súbita ha entristecido no solamente a quienes fueron cercanos a él sino a muchos otros. Muchos que no conocieron al joven secretario de Gobernación se encontraron de pronto desolados con la noticia. Golpea el drama personal, más que la cuestión política. Toda muerte hermana: un recuerdo de nuestra brevedad. La muerte de un hombre joven, una viudez horriblemente temprana, la repentina orfandad de niños pequeños arrancan lágrimas al tipo más seco. La tragedia borra al personaje e ilumina a la persona: un padre, un esposo, un amigo, un hijo que ahora son recuerdo. No puede hablarse de “muertes prematuras” porque eso supondría la existencia de muertes “oportunas”. Pero es cierto que nos aflige más el capricho de la muerte cuando éste se apodera de vidas llenas de futuro. Nos mortifica aún más cuando esa tiranía corta una vida fresca, estampando un vacío permanente en la vida de otros. Tristes, vulnerables, más frágiles nos hemos sentido tras la penosa muerte del secretario de Gobernación.
El presidente ha ventilado su pesar. Ha perdido a su principal colaborador, al hombre de su mayor confianza, su gran orgullo. La mancuerna con Mouriño fue total. No ha habido decisión política relevante de Felipe Calderón en los últimos años que no hubiera estado precedida por o acompañada del consejo de Juan Camilo Mouriño. No es exagerado decir que a él debe, en buena medida, su apurada victoria en 2006. Con él como el principal estratega de su Administración, gobernó desde fines de ese año. El vacío político que deja su colaborador es enorme. Ahora el presidente no tendrá su juicio para orientar el relevo en la Secretaría de Gobernación. Pero la asociación no fue meramente política. El presidente perdió también a un amigo querido, un compañero de alegrías y adversidades. Vapuleado emocionalmente, el presidente no ha pretendido en ningún momento ocultar la intensidad de su aflicción. Ha comunicado públicamente su tristeza con dos bondades impolíticas: emoción y sinceridad. En la voz y en los ojos ha mostrado su pesar. No se ha pretendido frío, imperturbable: se ha revelado sensible y auténtico. Una relación que se columpiaba entre el afecto personal y la ambición política terminó en un homenaje de Estado que entrelazó lo público y lo íntimo; que fundió la emoción dolida de un amigo y la responsabilidad política de un gobernante. La alocución presidencial también combinó la retórica cívica que invoca una patria eterna frente a la fugacidad de lo humano, y el sermón religioso que apela a la creencia de una vida eterna donde reside la última justicia. En ese delicado equilibrio dominó la noble voz del amigo y la fe del católico.
En lo personal y en lo político, las últimas horas han sido el mayor golpe al presidente Calderón. Las próximas serán definitivas para su Gobierno. La Administración no ha tenido respiro, pero éste, sin duda, ha sido el peor contratiempo. Habrá que pedir tan sólo que el dolor del amigo no nuble el juicio del gobernante. Existe la tentación de hacer de la muerte la clave de una vida o el encomio de una causa. Transformamos la muerte en mensaje por la necesidad de imprimir sentido a aquello que no lo tiene. Debe decirse que la desaparición del principal diseñador del Gobierno de Calderón no imprime dimensión épica a un gobierno gris, ni da rumbo a una Administración estacionada en su filosofía de lo imposible. El supremo azar de la muerte no dice nada, no justifica nada, no explica nada. No es símbolo ni recado. Es ausencia bruscamente impuesta; sólo silencio. La muerte marca trágica y dolorosamente la gestión del presidente, pero no la reivindica en modo alguno, como sugirió en su mensaje reciente.
La muerte del Juan Camilo Mouriño coloca al Gobierno de Felipe Calderón ante una disyuntiva capital. Continuar o virar. Perseverar o dar un giro. Lealtad fue la palabra central del panegírico presidencial. El presidente enaltece el servicio público como una incomprendida disciplina de la fidelidad. El compromiso político como una abnegación personal tan cimentada en los afectos como en las causas. El horno de la política visto como fusión de amistad y misión. La afligida narrativa presidencial detalla la fiel consagración de los amigos al superior propósito de la patria. El alegato hecho en público es curioso porque el inmenso valor de la amistad no es político: es personal. Éramos amigos, escribió Montaigne porque él era él y yo era yo. La amistad implica un afecto que deja a otros en un segundo plano. Una simpatía que otorga ventajas y elimina la impasible neutralidad. La amistad otorga privilegios afectivos incompatibles con la fría exigencia de mérito que debe formar a un Gobierno. ¿Seguirá siendo ése el criterio esencial de reclutamiento en el Gobierno de Felipe Calderón? ¿Seguirá prefiriendo el presidente de México la lealtad a la experiencia, la amistad a la competencia, la fidelidad a la eficacia? La sensibilidad presidencial que se ha asomado podría anticipar la continuación del refugio en el pequeño circuito de los leales. En un contexto extraordinariamente hostil, librando una batalla sangrienta, acosado por malquerientes, el panista se ha encapsulado en una nuez de amigos leales. La amistad ha sido la única roca confiable de Felipe Calderón.
Tras la tragedia ha hablado el amigo Felipe Calderón. Pronto tendrá que tomar decisiones el presidente Calderón.
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