Heme aquí, sin poder leer ni escribir, ejercitando los demás sentidos –incluida la paciencia– con actividades inusuales. Por ejemplo, he pasado horas ante el televisor, sólo para confirmar el raquitismo y mal gusto de la programación local y nacional transmitida en horario diurno y vespertino por los canales abiertos, a los que tiene acceso la mayoría de la gente. En mi opinión, exceptuando algunas secciones culinarias y las caricaturas del Gallo Claudio, todo lo demás sale sobrando por vulgar, feo, pobre y falto de originalidad. Es una lástima que recursos humanos y económicos se desperdicien en programas de ínfima calidad que, además de insultar la inteligencia del televidente y agredirlo con la gritería de sus conductores, lo envuelven en un mundo de chismes tan ridículos como insustanciales sobre “los famosos” (?), que se alterna con el bombardeo de anuncios de fármacos que garantizan la potencia y satisfacción sexual. Ambos temas son nocivos: el primero, porque la vida íntima de celebridades hechas a fuerza de escándalo, no aporta ni un gramo de alimento al cerebro del público, aunque sí provoca morbo creciente y una degradación intelectual de la que difícilmente podrá salir (creo, en serio, que el lamentable nivel de conocimientos y cultura de nuestros niños y jóvenes está más relacionado con la televisión, que con los malos programas académicos). El tema de los anuncios es abusivo y pretencioso, porque llena de falsas expectativas a los varones, especialmente a los jóvenes que, iniciándose apenas en su vida sexual, adquieren el compromiso de desempeñarse como verdaderos garañones (las chicas esperarán lo mismo de ellos). Según las estadísticas, los consumidores más asiduos de tales productos son quienes por naturaleza no los necesitan; es decir, los propios jóvenes, pues la propaganda y los efectos que ésta promete los llevan a consumirlos, afectando su salud a largo plazo. En ambos casos encuentro una grave irresponsabilidad de las autoridades educativas y sanitarias, cuyos resultados serán irreversibles.
El panorama es tan árido y terrible, que a riesgo de embrutecerme, convertirme en una profesional de la maledicencia, desarrollar una ninfomanía tardía o comenzar a hablar haciendo pausa en los lugares más inapropiados (escuche con atención el reporte local del clima), cancelo la tele y me doy al placer de la excelente música que mis amigos me han procurado, mientras dura el ayuno de lectura.
Lo que me puso frente a la televisión es que hace algunas semanas recibí un trasplante orgánico. Mis ojos ya no dieron para más y la única alternativa para continuar viendo fue sustituir la córnea. Todavía estoy lejos de recuperar la visión completa –se requiere buena dosis de medicinas, cuidados y paciencia–, pero lo extraordinario del hecho y la suerte de poder experimentarlo son lo suficientemente importantes como para compartirlos con usted.
El trasplante de córnea (queratoplastia penetrante profunda) es el más común y exitoso, según médicos y estadísticas; pero no deja de ser un procedimiento delicado, incluyendo el porcentaje de rechazo –mínimo en comparación con otros tejidos– que, tarde o temprano, se presenta en aproximadamente un 10% de los pacientes. Hasta hace poco nos parecía extravagante pensar en trasplantes; sin embargo, día con día se van haciendo práctica usual y cada vez son más socorridos por quienes, como yo, padecen deficiencias irremediables debidas a malformaciones genéticas, accidentes, descuidos, abusos o una combinación de factores.
Mi primera sorpresa cuando tuve que decidirme por la intervención, fue enterarme de la cantidad de personas que aguardan la oportunidad de ser trasplantadas: en el sistema de seguridad social las listas de espera contabilizan por miles a los candidatos a recibir una córnea (lo mismo ocurre con otros órganos, algunos de los cuales significan la vida para el enfermo). Por fuera “no se cantan mal las rancheras”, pues las listas de espera también están saturadas. En realidad uno nunca sabe lo que sucede al exterior de su reducidísimo ámbito personal, hasta que por alguna razón se involucra en la vida de los otros. ¡Son innumerables los sujetos de toda edad y condición que, ante la posibilidad de recuperar la salud, esperan la donación oportuna de un órgano y la suerte de que les sea adjudicado! Tampoco tenemos idea del valor de nuestro cuerpo, la importancia de cada miembro, de cada órgano, de cada aspecto de nuestra constitución, aun de aquellos que nos parecen defectuosos, torpes o poco estéticos y que quisiéramos cambiar para vernos mejor o eliminarlos por estorbosos. Feos o bonitos, viejos o jóvenes, somos un conjunto perfecto de elementos pensados como un todo maravilloso, cuya más leve falla nos pone en crisis y nos hace necesitar de los demás. Si bien las condiciones actuales de la existencia nos permiten rehabilitarnos de males que antes eran irremediables, también nos exigen una mayor generosidad respecto al destino de nuestro cuerpo al morir. No sabemos la hora ni las circunstancias, pero seguro que ceder nuestros órganos a quienes los necesiten será mejor que abandonarlos al fuego o la descomposición. Hoy es tiempo de pensar en ello. También podemos ayudar participando en campañas y promociones que impliquen rehabilitación y trasplantes.
Por lo pronto, apelo a nuestra naturaleza futbolera –hoy lastimadona– para exhortar a los jugadores a que afinen su puntería y anoten más “goles con causa” y a los porteros para que se hagan de la vista gorda y dejen entrar el balón, siempre que éste lleve consigo la posibilidad de una córnea, un riñón o cualquier esperanza de vida y salud para quien aguarda por ellos: la afición no lo va a entender, pero muchos enfermos lo agradecerán toda la vida.
maruca884@hotmail.com