El gran cuentista norteamericano O. Henry tiene una simpática narración (casi todas las suyas son simpáticas) sobre un tipo que presumía de ser el más consumado cosmopolita: decía haber estado en todo el planeta, conocer todos los países (hagan de cuenta Juan Pablo II) y ser un auténtico “ciudadano del mundo”: la Humanidad era su pueblo, Terrícola su nacionalidad. El problema fue que, al poco rato, alguien habló mal de un pueblucho insignificante y el “cosmopolita” se embarcó en una bronca fenomenal con golpes, patadas y pellizcos. ¿La razón? El muy globalizado “hombre de mundo” había nacido en ese villorrio. Y pobre del que lo insultara.
La historia no tiene que ser real para ser verídica. Ciertamente, el mundo se nos está haciendo chiquito, y las diferencias nacionales se vuelven cada vez más difusas. Vaya, el próximo (crucen los dedos) ocupante de la Casa Blanca es hijo de un hombre de Kenia y una mujer de Kansas, y fue criado en Indonesia por un malayo. O vaya uno a saber, porque parece que la mamá fue (ésa sí) de gustos muuuy cosmopolitas. En todo caso, pareciera que, como el personaje de O. Henry, estamos destinados a ser hombres globalizados, sin adscripción fija, moviéndonos como peces en el agua igual en la China que en la Cochinchina.
Pero igual que el personaje o.henryano, todos tenemos la debilidad de la Matria (el terruño, el hogar pequeño, opuesto a la Patria, la entelequia nacional creada por los libros de texto gratuitos y las estampitas de Editorial ídem), de esa comunidad íntima y entrañable que nos vuelve odiosamente provincianos y de cuya atracción no nos podemos zafar. Es el instinto de la tribu, uno de los más acendrados y antiguos.
Que puede manifestarse de mil maneras. Por ejemplo, ser fanático de un equipo deportivo es una forma de tribalismo: la gente se pinta la cara, se comporta como bestia y aúlla como poseído a la vista del animal totémico (águila, jaguar, puma, tigre, tecolote, chiva, hidrorrayo… ¿Saben qué? ¡Olvídenlo!). El llevar en el pecho ciertos colores anula cualquiera otra ligadura nacional, étnica o religiosa. Para mí la tonadilla de “qué pequeño el mundo es” tuvo su real concreción no cuando me tomé de la mano con negros y orientales para cantar el Himno a la Alegría (cosa que nunca he hecho); sino cuando un puñado de mexicanos de la Nación Acerera, en un bar de Pittsburgh, nos pusimos incróspitamente afables… con un grupo de aficionados daneses. No me pregunten cómo llegó a Dinamarca la tradición Negro y Oro… esas cuestiones no se discuten entre hermanos.
Por supuesto, el tribalismo puede manifestarse sobre todo en los nexos familiares y de clan… no siempre con felices resultados. En Estados Unidos fue legendaria la rivalidad entre dos familias montañesas de la frontera entre Kentucky y West Virginia, los Hatfield y los McCoy, que se estuvieron matando unos a otros con pasmosa regularidad durante décadas (y que, porca miseria, hicieron las paces hace unos años); o sea, serían el equivalente norteamericano de los Burciaga y los Villalobos de Matamoros, Coahuila, de los años setenta. De la misma manera que hay familias sicilianas rivales que siguen exterminándose entre sí porque alguien medio bizco le echó ojitos (o eso pareció) a una muchacha de otra aldea en 1907. En enemistades tribales de ese tipo hallamos el origen de muy diversos eventos: desde sabrosas vendettas de novelón decimonónico; hasta el genocidio de los tutsis en Ruanda en 1994.
También hay tribalismos geográficos. En México tenemos la rivalidad entre Moroleón, Guanajuato, y Uriangato, Michoacán. Las localidades están separadas por una calle, pero ésta es el equivalente pueblerino del Muro de Berlín. Cada tribu recela de la que está en la acera de enfrente. Como buena pugna tribal secular, hay varias versiones de por qué las poblaciones están en pie de guerra desde tiempos virreinales. Pero hasta la fecha, el código postal puede arruinar posibles noviazgos y provechosas asociaciones mercantiles.
Otra forma de tribalismo geográfico tiene que ver con el barrio de residencia. Las novelas de Mario Vargas Llosa están pletóricas de una tribu muy específica: los miraflorinos, los habitantes del barrio de Miraflores, en Lima, que se distinguen (o los distingue Vargas Llosa) de los demás residentes de la capital peruana. Como en la literatura mexicana de los ochenta se hablaba del Homo Narvartensis, el clasemediero chilango que fumaba Raleigh, iba a la UNAM, hablaba como cómico de Televisa, se creía de izquierda y tenía su hábitat más notorio en la Colonia Narvarte. No, no eran buenas novelas.
El tribalismo es, cómo no, una fuerza nada despreciable del Siglo XXI. Una razón por la que no han podido (ni podrán) encontrar a Osama bin Laden, es que el mustio terrorista con cara de mosca-muerta se fue a ocultar en una región de la frontera entre Afganistán y Pakistán dominada por muy diversas tribus, imposibles de infiltrar, celosas hasta el delirio de su autoidentidad (parte importante de la cual es proteger a sus huéspedes) y que no tienen la más remota noción de qué es ser afgano o paquistaní: allí un individuo es de la tribu Disneystán, del clan Rajoteáhi, de la familia Al-Ratito. De más está decir que en esa región la autoridad de los gobiernos de los dos países es nula.
Por todo lo anterior, no es nada aventurado prever que buena parte de los conflictos de este seminuevo siglo tendrá que ver con la afirmación y luchas de las tribus que se sienten mal tratadas. Si se fijan, los únicos sobresaltos que tuvieron las autoridades chinas en las recientes Olimpiadas tuvieron como origen los pataleos de tibetanos, uigures y mongoles. Ah, y cuando les pidieron el acta de nacimiento traducida de sus gimnastas.
Cuando hablamos de tribus no necesariamente estamos hablando de grupos pequeños y compactos. Creo que la mayoría de los canadienses anglófonos considera a los quebequenses como una tribu vocinglera y latosa, más que como conciudadanos de distinta lengua. De la misma manera que una buena parte de los franceses se niega a considerar coterráneos suyos a corsos y bretones, belicosos grupos que hacen todo lo posible por distinguirse de los demás irreductibles galos. Los escoceses son una tribu que primero nombra a su clan y luego acepta como de pasada que pertenece a la Gran Bretaña. ¿Y qué me dicen de las tribus hispanas: catalanes, gallegos, vascos, valencianos, baleares, canarios?
Por supuesto, se puede argumentar que esas tribus nacionales no tienen por qué identificarse con otros que no hablan su idioma o no tienen sus costumbres nada más porque en el mapa aparecen en un territorio del mismo color. Pero creo que ya mucha sangre se ha derramado por diferencias nimias, que suelen acrecentarse con la distancia del terruño y lo añejo de las rencillas. O por el simple afán de fregar.
En fin, que los tribalismos nos seguirán acompañando en este mundo globalizado, nos guste o no… en tanto queramos sentirnos distintos de los demás. O sea, siempre.
Consejo no pedido para sentirse apache (de la tribu, no de la Pick-Up): Vea “Romeo y Julieta” (Romeo and Juliet, 1996), con Leonardo DiCaprio y Claire Danes, moderna adaptación de las desgracias causadas por las pugnas tribales de los Montesco y los Capuleto. Provecho.
Correo:
anakin.amparan@yahoo.com.mx