Un cierto cardenal de cuyo nombre prefiero no acordarme, apenas la semana pasada aseguró ante su grey que: “No hay rico que sea honrado, porque trabajando nadie se hace rico, porque si trabajando se hiciera uno rico, los burros serían los más ricos, trabajando nadie se hace rico”. Supongo que para alguien que es capaz de hacer tan contundentes declaraciones; poseer una Suburban del año (con carísimo “blindaje 4” que soporta balas de cualquier calibre) pagar cuatro guardaespaldas de cabecera (por cierto, me causa gran curiosidad saber para qué necesita un cardenal, guardaespaldas y auto blindado) un auto Charger del año, una casa en Puerta de Hierro de Guadalajara y otra más en el exclusivo fraccionamiento Bosques de las Lomas de esta capital, debe ser pecata minuta, morralla que se adquieren honradamente desde el púlpito.
Allá cada cual con su conciencia, sin embargo, me pareció justa y necesaria la respuesta que con la lucidez y la inteligencia que Dios le concedió; Federico Reyes Heroles le envió al cierto cardenal desde su columna en la sección editorial del periódico Reforma: “Gracias, señor cardenal por alentar el trabajo. Gracias por comparar a los trabajadores con burros, gracias por condenar a los trabajadores de cualquier ramo, de cualquier ingreso; a vivir en la pobreza, No sabe lo útil de su expresión en una sociedad que de entrada tiene un bajo aprecio por el trabajo. Formidable incentivo para los que se levantan todos los días con el ánimo de prosperar. La prosperidad y la riqueza suponen transa. El que no transa no avanza”.
Según el lapidario decreto de cierto cardenal, gente como Bill Gates y tantos otros que han hecho fortuna a base de talento y trabajo, no puede ser honrada. Estoy de acuerdo en que vivir para acumular millones, no es un objetivo admirable, pero tampoco es un delito, por el contrario, la ambición es generalmente motor de progreso, de prosperidad y grandes ideas. En todo caso, el delito está en los medios de los que nos valemos para conseguir riqueza. Beneficiarse de tráfico de influencias, como es frecuente entre la mayoría de los políticos o los líderes sindicales que sinvergüenzas ostentan riquezas inimaginables para sus agremiados, quienes trabajan duramente para conseguir apenas un buen pasar y encima pagar las cuotas al sindicato.
Delito es asignar noventa millones de pesos del erario para la construcción de una nueva iglesia; en un país donde el 17% de los habitantes vive en situación de miseria y desnutrición. Es delito la usura (ganar dinero con la usura es como ser escupido por el diablo) aceptada y generalizada por ejemplo en las operaciones bancarias, especialmente tarjetas de crédito en las que se descobija sistemáticamente al usuario.
Delito es comerciar con drogas que atentan contra la salud y la vida. Delito es poner precio o condicionar la salvación del alma. Pero asegurar sin matices, que no hay rico honrado, me parece una megabarbaridad. Si bien para mi Iglesia la vida eterna bien vale la pobreza terrenal -y decreta que “Más fácil pasa un camello por el ojo de una aguja, que un rico entre al reino de los cielos”- para otras religiones el enriquecimiento como fruto del trabajo, es visto como una bendición de Dios.
Desconfío, siempre lo he dicho, de aquellos que aseguran que el dinero no les importa. O son mentirosos o son idiotas. Creo que la idea no es acabar con los ricos sino abatir la pobreza mediante la transformación de una sociedad injusta en una justa donde todos podamos vivir con la misma dignidad. La asignatura más urgente que tenemos los mexicanos es construir una sociedad que baje al dinero del altar donde los hemos colocado, y le devuelva su verdadero propósito: el dinero es un bien social y nada más.
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