La versión bicentenaria del Clásico del futbol mexicano resultó atípica por los muchos ingredientes que en ella incidieron y cuyos puntos finos usted, amable lector, ya habrá desmenuzado y sólo le comento mi opinión con el fin de ampliar la visión de este evento que acapara la atención del aficionado en general, pero sobre todo de las legiones de partidarios que tanto Guadalajara como América tienen en México e incluso, allende las fronteras.
La diferencia abismal de puntos, presagiaba una tragedia azulcrema, pero una vez iniciado el partido nos dimos cuenta que en el funcionamiento de ambas escuadras había también una distancia del cielo a la tierra; es más, parecía una dispar carrera entre un bólido Fórmula Uno y una bicicleta. De ese tamaño era la superioridad del chiverío.
Todas las fases del juego y los sectores de la cancha eran dominados y ganados por los jugadores rojiblancos, incluso parecían ser más y el “Venado” Medina se daba vuelo por el extremo derecho haciendo nudo a un pesado e ineficiente Edoardo Isella, sacado del retiro por Romano para jugar el partido grande.
Bueno, ni siquiera la raza, la casta, el orgullo de que tanto se jactan los de Coapa aparecía en la cancha, presentándose, en el colmo de la sobradez, la jugada del segundo gol tapatío cuando un limitadísimo Diego Cervantes le quiere hacer al “canelas” y Omar Bravo le roba el balón con la misma facilidad que se le quita un dulce a un niño. Esas actitudes de “perdonavidas” menudearon en el feudo capitalino.
Sin embargo, por esas cosas raras de la vida y de la falta de contundencia endémica en nuestro balompié, el botín que los pupilos de Efraín Flores llevaron al vestuario al medio tiempo fue más bien raquítico, dándole su mérito a Guillermo Ochoa.
El juego en sí fue tan raro, que cuando se esperaba una avalancha sobre el arco americanista, Guadalajara dosificó el esfuerzo y, aunque obtuvo el tercero, las agallas de Salvador Cabañas quien, por cierto, parece ser el único que entiende lo que significa la institución, compusieron el marcador y hasta hicieron decorosa una derrota que debió ser histórica.
El arbitraje colaboró a hacer diferente este Clásico, ya que la novatez de Francisco Chacón pudo haber influido en su accionar y me parece que, con algún error de concentración, llevó a buen puerto el partido.
La expulsión del “Torito” Silva está apegada al reglamento, pues comete una incorrección al tirarse encima de la pelota y, además, se levanta tirando un golpe a su oponente, por lo que la segunda amarilla era de preverse.
El público jugó su partido desde las repletas tribunas del Estadio Jalisco, sin embargo, a diferencia de otros encuentros de esta índole, no vimos paridad en la asistencia sino una superioridad rojiblanca producto, creo yo, de la vergonzosa campaña de las Águilas.
En fin, América hizo más de lo que puede, ya que es el equipo más corriente e improductivo de su historia y Chivas permitió el crecimiento de un rival al que debió aplastar, futbolísticamente hablando, desde la primera mitad. Lo mejor de todo fue poder presenciar un Clásico más, aunque haya resultado atípico.