Comentábamos el domingo pasado la gran deuda que tenemos con los esforzados tipos que se empeñan en divulgar la ciencia y el conocimiento de formas amenas y divertidas, de manera tal que el gran público pueda salir de su marasmo y aprenda algo útil e interesante… en vez de qué garra de equipo sobrevivió en la liguilla o qué pobre desgraciada fue eliminada en esos concursos de baile diseñados para retrasados mentales.
Recordábamos a gente como David Suzuki y Carl Sagan, quienes tomaron como cruzada personal el bajar al nivel del público común todo tipo de temas científicos, aparentemente áridos y abstrusos, pero que en sus libros y programas resultan fascinantes.
Junto a ellos podemos colocar a Jared Diamond, un ornitólogo de profesión, que además ha estudiado astronomía, geología y creo que hasta cocina mixteca. El cual ha escrito (por lo menos) tres gemas de divulgación… y de reflexión, que es lo más importante.
El primero, “El Tercer Chimpancé”, hace un recuento de cómo ciertas conductas, actitudes y hasta procesos fisiológicos tienen que ver con nuestra historia evolutiva, que nos ha permitido sobrevivir… pese a que, como especie animal, somos algo así como una broma siniestra y ejemplo del muy negro sentido del humor del Creador: no somos rápidos al correr (ni para capturar presas ni para huir de los predadores), no tenemos dentadura ni garras que impresionen a tigres y leones que nos quieran comer, somos prácticamente ciegos durante la noche, nuestras crías son perfectamente inútiles para alimentarse y defenderse durante años (algunos, hasta los cuarenta o por ahí), y nos hallábamos condenados a vagar 18 horas diarias para recolectar las suficientes proteínas y carbohidratos para mal comer. Si se fijan, estábamos destinados a la extinción. Bueno, de hecho seguimos destinados a la extinción si continuamos por donde vamos. En fin, ya me entienden…
El caso es que no sólo sobrevivimos, sino que terminamos por construir lo que damos en llamar civilización. Construcción que tiene muy diversos matices y variantes, y que presenta la cochina costumbre de colapsarse con cierta frecuencia y regularidad. A veces por influencias externas, como esas simpáticas invasiones de los bárbaros (o no tan bárbaros, pero invasores); a veces por la simple necedad humana. De ello tratan (en parte) los otros dos libros super-recomendables del señor Diamond.
El primero, “Armas, gérmenes y acero”, intenta responder a una pregunta elemental: ¿Por qué los pueblos eurasiáticos conquistaron y colonizaron América, África y Australia, y no al revés? Si la Humanidad se originó en el continente Africano, ¿por qué no fueron los africanos quienes desarrollaran más sus potenciales e impusieran su ley en otros continentes? ¿Por qué surgen las primeras civilizaciones agrícolas urbanas en Oriente Medio y China y no en Mesoamérica o Australia (a donde habían llegado los hombres miles de años antes)? ¿Por qué las enfermedades traídas por los europeos mataron a los aborígenes americanos como moscas, y no ocurrió el proceso inverso?
Las respuestas a éstas y muchas otras preguntas tienen que ver con dos fenómenos naturales: la enorme masa de tierra euroasiática tiene mayor variedad de plantas y animales domesticables; estos últimos, al estar en contacto cercano con el hombre, le pasan sus enfermedades y con el tiempo lo hacen inmune a una gran cantidad de gérmenes. Así pues, los euroasiáticos tenían mayor variedad de alimentos, bestias de carga, de tiro y para la guerra, y una mayor resistencia a los bichos microscópicos. Además, por su orientación general este-oeste, y la ausencia de cadenas montañosas imponentes o grandes desiertos, los cultivos de una región podían pasar a otra en la misma latitud, con más o menos el mismo clima y régimen de lluvias… lo que no ocurre ni en América ni en África, donde la orientación geográfica general es norte-sur (vean un mapa), y una planta domesticada en el trópico no necesariamente se adapta al clima templado más al norte; o viceversa. El maíz, por ejemplo, tardó milenios en llegar del Valle de Tehuacán al del Mississippi y más allá.
Con la ventaja de una mayor cantidad y diversidad de alimentos, y el acceso a minas de metales duros, las culturas euroasiáticas desarrollaron tecnologías con las que en América, África y Australia ni soñaban cuando los europeos irrumpieron en esas zonas del mundo. Las armas de hierro y de fuego, los caballos (domesticados miles de años atrás) y la resistencia a enfermedades que para otros eran mortales se encargaron de derrotar a mexicas, incas, polinesios, bantúes y cientos de pueblos en todas partes.
El tercer libro de Diamond debería ser lectura obligatoria en todas partes, pero especialmente entre los descerebrados que pululan en Congresos, palacios presidenciales y cancillerías de todo el mundo. En español lo titularon “Colapso: por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen”… lo cual es erróneo y le da la vuelta a una de las premisas básicas de la obra. En inglés el título es: “Collapse: how societies choose to fail or succeed”. Que, estarán de acuerdo conmigo, significa “cómo es que las sociedades ESCOGEN sucumbir o triunfar”. Y sí, hay civilizaciones que tuvieron la opción de sobrevivir o irse al basurero de la historia. Y escogieron lo último. Básicamente degradando su medio ambiente, prefiriendo la producción de bienes superfluos a los necesarios y negándose a adaptar a situaciones cambiantes. ¿Les suena conocido? Sí, es nuestro siglo XXI. Y el IX en la zona maya; y el XVII en la Isla de Pascua; y el XI en las colonias vikingas en Groenlandia; y el XII de los anazasi del suroeste norteamericano. Hay ejemplos p’aventar p’arriba (como dicen en mi pueblo) de civilizaciones que no quisieron ver la catástrofe que se les venía encima, y que era causada en gran medida por ellos mismos.
“Colapso” está lleno de datos incómodos. En primer lugar, destruye el mito de que las culturas primigenias eran muy conscientes ecológicamente, adoraban la naturaleza y estaban en plena sintonía con ella. Falso. La civilización maya clásica se colapsó por el ecocidio que le propinaron a su medio ambiente, agravado por varios períodos de sequía. Lo mismo le ocurrió probablemente a Teotihuacan, aunque Diamond no se ocupa de ese caso contemporáneo. Los aborígenes de la Isla de Pascua deforestaron a lo bestia su pequeña ínsula y de pronto se encontraron con que no tenían madera ni para hacer botes de pesca. Y así podríamos seguir con ejemplos que destruyen la imagen romántica del indio o aborigen ecologista.
Por otra parte, las similitudes con nuestro mundo son inquietantes: las élites ignorando las señales con tal de seguirse pasándosela bomba; la masa incapaz de cambiar sus costumbres; la insensatez no sólo como política de Estado sino como idiosincrasia nacional.
Hay mucho que aprenderle a estos libros; desmitifican muchos conocimientos erróneos, y nos ponen a pensar si no estaremos escogiendo, precisamente, la extinción. Sobre aviso no hay engaño.
Consejo no pedido para que no se le colapse la botana a mediodía: Vea “Rapa Nui”, interesante interpretación de qué ocurrió en la Isla de Pascua. Provecho.
PD: Adiós, Enriqueta Ochoa. Nos dejas tu generosidad, tu humor, tu cariño, tu poesía. ¿Qué más puede dejar un ser humano?
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