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Un diamante llamado Jared

LOS DÍAS, LOS HOMBRES, LAS IDEAS

Francisco José Amparán

Es curioso que, en un mundo transformado y en gran medida forjado por la ciencia y la tecnología, los científicos e inventores conocidos por el gran público sean muy escasos. En parte ello se debe a que esos gremios no son muy dados al escándalo y el boato, y prefieren pasar desapercibidos; digo, a nadie con un mínimo de inteligencia le atrae la vida de una celebridad, con la liquidación de la intimidad, los paparazzi acechando a cada momento y en todo lugar, y la prensa ocupada en sacar a la vitrina los trapos sucios del pasado. Y también porque, precisamente, a los medios les llama mucho más la atención la vida sexual de Lindsay Lohan que los apacibles hábitos hortícolas de un hombre cuyos descubrimientos salvan millones de vidas. Ése es nuestro mundo; resígnense.

Con otra: que los científicos conocidos son, más bien, reconocidos. Esto es, que la gente al verlos sabe que son famosos por algo que descubrieron o inventaron… pero rara vez en qué consiste su logro. Así, Albert Einstein es un personaje que la mayoría identifica por su pelambrera y aspecto bonachón… aunque sean pocos los que al hacerlo hayan oído hablar siquiera del efecto fotoeléctrico (que fue por lo que recibió el Premio Nobel de Física). De la misma manera en que Jacques Yves Cousteau era mundialmente famoso por sus documentales de la vida submarina, aunque pocos supieran que fue el inventor del aqualung, herramienta que le permitió explorar las profundidades y hacerse asquerosamente rico vendiendo los videos de sus incursiones en “El mundo silencioso” (como se tituló su exitoso libro de los años cincuenta). Como muchos reconocen a Stephen Hawkings, pero dejaron a medias la lectura de su “Historia del tiempo”: era más importante (y consumía menos tiempo y neuronas) saber los últimos chismes sobre Niurka y bichos por el estilo. Algunos científicos e inventores gozan de una fama momentánea, que se disipa rápidamente. Christiaan Barnard fue célebre en 1967 tras realizar el primer trasplante de corazón humano… y al rato ni quién se acordara de él. Los inventores exitosos andan por las mismas: conocemos a Steve Jobs y a Bill Gates por sus broncas empresariales más que por sus logros tecnológicos. Al último, estoy seguro, una inmensa mayoría lo etiquetaría de botepronto como “El hombre más rico del mundo” y no como “El hombre que se pirateó Windows y nos impuso su tiranía”. Que sí, hasta eso tiene su mérito, lo que sea de cada quién.

En una categoría distinta debemos de colocar no a los grandes científicos e inventores, sino a quienes se dedican a difundir y explicar los logros de otros, y a hacer accesible al culto público el fascinante mundo de la ciencia. Ésos la tienen más difícil: convertir información compleja y aparentemente aburrida en algo que pueda ser ameno y retener a un auditorio cuyo lapso de atención no pasa de cuatro minutos. Pero cuando tienen éxito, también pueden convertirse en celebridades.

Fue el caso de David Suzuki, quien era anfitrión de un programa de la televisión canadiense que ha sido ampliamente difundido en varias partes del mundo, titulado “La naturaleza de las cosas”… y que se sigue transmitiendo, luego de casi cuatro décadas. Suzuki ha sido una presencia tan longeva en ese ámbito, que aprovechó su fama para crear una fundación que lleva su nombre, dedicada al desarrollo sustentable. ¿Y quién que haya visto la serie, no recuerda “Cosmos”, con el fascinante Carl Sagan y su eterno y (aparentemente) indestructible saco de pana? (No es cotorreo: en las contraportadas de sus libros portaba el mismo. ¿Olvidos de profesor chiflado? ¿Escasez de imaginación en ese ámbito de su vida? Misterio absoluto).

A propósito y ya para entrar en materia: tanto Suzuki como Sagan son conocidos por su labor en los medios electrónicos, pero también por sus esfuerzos en el campo editorial. A Sagan, por ejemplo, le debemos algunos libros de divulgación científica simplemente maravillosos, como “El cerebro de Brocca” y “Los dragones del Edén”, así como el hermoso texto basado en la citada serie “Cosmos”. Claro que hacerse famoso con libros, y sobre ciencia además, resulta más arduo que si la tarea de divulgación se realiza desde un estudio de televisión. Pero hay quienes consiguen tan encomiable logro. Uno de ellos es un tipazo llamado Jared Diamond.

Que es el diamante al que me refiero en el título (¿A quién esperaban? ¿Al bulto de cemento que hasta hace poco jugara en el Monterrey?). Y un diamante muy pulidito, que nos introduce a fascinantes hallazgos y nada desdeñables problemas éticos… campo al que la ciencia, mucho me temo, va a tener que ponerle cada vez mayor atención. Tres son los libros de Diamond que quisiera pasarles al costo. El primero es “El tercer chimpancé”, sobre por qué y cómo nos sale lo bestia tan seguido… básicamente porque somos bastante animales. De hecho, compartimos con las dos especies de chimpancés existentes (de ahí lo del título) más de un 98% del material genético (en el caso de nuestros diputados y senadores, el porcentaje se aproxima al 99.8%). O sea que sólo poco menos de un 2% de nuestro paquete genético es lo que nos diferencia de nuestros parientes más cercanos en el reino animal. Ese 2% es el que nos hace hombres, miembros del género humano. Y estarán de acuerdo que una cantidad tan exigua no es como para que nos creamos Reyes de la Creación ni los meros chipocludos; ni mucho menos para depredar este planeta como lo hemos venido haciendo, escudados en nuestra supuesta superioridad.

Tomándonos como especie en evolución (y en un estadio relativamente temprano de la misma, además), Diamond discute asuntos tan notorios (cuando nos ponemos a pensar en ellos) y diversos como nuestra longevidad (de las más altas entre los mamíferos), el por qué de la menopausia femenina humana (fenómeno casi exclusivo de nuestra especie), por qué somos relativamente monógamos, y hasta por qué somos los individuos con el pene más grande de la familia de los primates (si su marido le presume comparándose con un gorila, no es ninguna gracia. Créame, señora).

Por si todo ello fuera poco, Diamond hurga en los complejos fenómenos evolutivos que podrían explicar no pocas de nuestras conductas que, habíamos supuesto, en teoría son construcciones puramente culturales, y que nos hacen ser lo que somos: el lenguaje, el arte, la creación y uso de herramientas, el genocidio de miembros de nuestra misma especie…

Como se puede ver (o leer), una delicia de libro que nos obliga a echarnos un clavado en nuestra humanidad y cómo fue construida a lo largo de una ardua ruta evolutiva, iniciada hace quizá siete millones de años. Sí, ya sé que abundan aquellos a los que ni se les nota el viaje. Pero créanme, el camino ha sido realmente apasionante.

Sobre los otros dos libros les hablaré el próximo domingo. Hasta entonces. Consejo no pedido para ponerse chango: “El tercer chimpancé” ya está traducido al español. Así que no hay pretexto, ¡monolingües! Provecho. Correo: anakin.amparan@yahoo.com.mx

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