Imagínense a un chavo norteamericano nacido en 1988, un año antes de la caída del Muro. La de noviembre será la primera elección presidencial en la que podrá participar. Si ha seguido las tendencias de su grupo de edad, no se dignó votar en las legislativas intermedias de 2006, ni en las locales que le pudieran haber tocado después de cumplir 18 años. Lo que quiero que noten es que los únicos presidentes que ha conocido ese chavo se han apellidado Bush o Clinton. (George H. W. Bush, 1989-93; Bill Clinton, 1993-2001; George W. Bush, 2001-2009). ¿Creen que quiera saber algo de quienes porten esos apellidos? Si fueran tabasqueños seguro dirían: “¡Al diablo con laj dinajtíaj!”
George W. Bush en estos momentos está sumido en la desgracia, recibiendo porcentajes de aprobación bajísimos, sometido al escarnio de tirios y troyanos, y con la bomba de la recesión a punto de tronarle en las manos. De hecho, los precandidatos republicanos han apelado a la figura de Ronald Reagan como modelo, inspiración y ejemplo a lo largo de la campaña, ¡recurriendo a la memoria de quien dejara la Casa Blanca hace veinte años! Al apellido Bush no lo quieren ni mencionar. Al presidente no lo desean tocar ni con un palo de tres metros. En cualquier caso, al tonto del pueblo que aún ocupa el 1600 de la Avenida Pennsylvania no podría importarle menos ese desprecio: ya no tiene nada qué perder. Pese a su IQ, hasta a él le queda claro que va a terminar entre los tres o cuatro peores presidentes de la historia, haga lo que haga de aquí a enero. Así que puede estar tranquilo: su reputación histórica se halla arruinada desde hace buen rato. Y mientras los jóvenes no aprovechen las papalinas de sus hijas para embarazarlas, ni siquiera piensa en ellos.
A quien sí le debe preocupar el asunto es a la aguantadora cónyuge del buen Bill: Hillary Rodham Clinton ha venido preparando su regreso al feo edificio con facha de pastel de bodas desde el momento en que tuvo que dejarlo en enero de 2001. Ha construido paso a paso una ruta que la lleve a la Presidencia, empezando por la nada fácil etapa de la senaduría por Nueva York. Y al lanzar su precandidatura hace más de un año, creyó que marchaba en caballo de hacienda: nadie en el Partido Demócrata parecía hacerle sombra. Cuando Al Gore, regodeándose con su Oscar y su Premio Nobel, anunció que ni loco volvía a competir en política, Hilaria creyó que todo sería coser y cantar.
Pero la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, como dice el Ministro de Turismo de Panamá (sí, esa chamba tiene hoy en día Rubén Blades). De la nada surgió un senador afroamericano (ése sí de veras afro: su padre es keniano) por Illinois (estado que desde Lincoln no ha pintado en la Presidencia), poco experimentado, pero con un carisma, una capacidad retórica y un aura que dan miedo. Y pian-pianito, ese senador ha venido picando piedra, recaudando dinero y ganando delegado tras delegado, hasta el punto de haber sobrepasado a la señora Clinton en ese crucial rubro. Sin decir agua va, Barack Obama ha retado frontalmente al establishment del Partido Demócrata, y le ha aguado el desfile triunfal que Hillary pensaba que andaría montando para estas horas.
¿La base del éxito de Obama? Que ha sabido atraer a muchos independientes, quienes pese a suspirar por los años de Bill Clinton (quizá los más prósperos de cualquier país en la historia humana) no quieren saber nada de su señora; y, algo crucial: que una cantidad inusual de jóvenes (los menores de 30 años) han acudido por primera vez ante una urna y han votado por Obama.
La pregunta obvia es ¿por qué? Bueno, para eso estamos aquí. Para dar respuestas no tan obvias a preguntas muy obvias. O al revés. Total.
Una primera respuesta tiene que ver con lo apuntado al principio: a los jóvenes, Hillary les suena a cartucho muy quemado. Identificar a un político norteamericano con los tejes y manejes de Washington, la burocracia partidista y una larga carrera en los corredores del poder representa el beso del Diablo para quienes están hartos de la mendacidad y falta de contacto de los políticos. Para los chavos, Obama representa el de afuera (el outsider) que puede retar los usos y costumbres de una clase política sumamente desacreditada y que no parece decirle nada a quienes nacieron cuando la Guerra Fría ya había terminado; o estaba en vías de derretirse.
Una segunda respuesta tiene que ver con los efectos devastadores que han tenido las estupendamente idiotas políticas de Bush: la clase media norteamericana no da pie con bola, y los jóvenes son los principales afectados. Que la recesión que se nos viene encima haya empezado por una crisis hipotecaria no tiene nada de raro: a mucha gente no le alcanza ni para dar el enganche, y la que se embarcó no tiene cómo pagar. Más aún, la nueva generación no tiene muchas perspectivas de mejorar. Como apuntara Eugene Robinson hace unos meses en el Washington Post: los jóvenes actuales tienen menos oportunidades de escalar en la pirámide social, cuentan con muchas menos probabilidades de ser más prósperos que sus padres, que ningún otro grupo de esa edad desde hace tres cuartos de siglo: el Sueño Americano se les está cancelando. Y no sólo a los más pobres (un 42% de los cuales siguen siendo tan pobres como sus padres), sino a la clase media que (allá como acá) ha sido el punching bag usual de administraciones incompetentes, y ya pide esquina.
Ante tan negras perspectivas, muchos jóvenes han encontrado esperanzas en un político atípico y no tan ruco. Confían en que alguien diferente introduzca los cambios que necesita una sociedad sin líderes ni guías visibles. La palabra clave de estos últimos meses ha sido, precisamente, “cambio”… algo que no ocurría desde la generación de Vietnam, ¡hace cuarenta, cincuenta años! Por ello, contrario a lo que solía ocurrir, estos jóvenes sí están adoptando posturas políticas serias, sí están acudiendo a las urnas. Y ello ha beneficiado a Obama.
Una tercera respuesta: todo joven necesita un ideal, un sueño. Y por ello resultó tan significativo el apoyo que Edward Kennedy le diera a Obama. El viejo Ted es el último remanente de un grupo que supo capitalizar esa necesidad y movilizar a los jóvenes en torno a un ideal. Ello ocurrió durante la Presidencia de su hermano John, cuando un hombre joven, carismático, buen orador y guapote (esto último, según mi madre), casado con un cuero de mujer, planteó el inicio de una nueva era, en la que Estados Unidos sacaría lo mejor de sí. Siguiendo el tema de una obra musical de Broadway muy popular en esos entonces, a esa visión (porque no era otra cosa) la llamó Camelot, como la sede del mítico Rey Arturo.
El espíritu de Camelot queda en evidencia con algunas acciones que tomó el malogrado JFK en sus menos de tres años en la Presidencia: la creación de los Cuerpos de Paz, para que jóvenes americanos conocieran y ayudaran a países pobres; el Proyecto Apolo, que se puso la meta de llevar un hombre a la Luna en menos de diez años; hasta el que Jackie arreglara y abriera la Casa Blanca para que la visitara la raza: había una identificación entre las generaciones frescas y el primer presidente norteamericano nacido en el siglo XX.
Ya sabemos lo que pasó en Dallas (mejor dicho: quién sabe qué pasó en Dallas) y Camelot se hundió en el pantano de Vietnam. Los jóvenes pasaron de idealistas a cínicos, hippies y motorolos. Ahora los hijos de aquellos que entrevieron Camelot entre brumas están buscando su propio castillo. Y ven un Rey Arturo de color serio como prospecto para ocupar el trono.
Si esa ola de idealismo y juventud lleva a Obama a la Casa Blanca, entonces quizá Estados Unidos, la primera república moderna de la historia, el faro que fue de muchos valores fundamentales, el país que hiciera triunfar a la democracia (con todos sus defectos) sobre el nazismo criminal y el comunismo esterilizante, quizá, digo, todavía podrá salvar su alma. Y a todos nos conviene que lo logre.
Consejo no pedido para decir “Amor y Paz” sin sentirse ridículo: Vea la adaptación fílmica de “Camelot” (1967) con Richard Harris y Vanessa Redgrave. Pesadona, pesadona, pero apta para espíritus sensibles. Provecho.
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