Se está entrando en una espiral en extremo delicada. Un error de cálculo frente a cuanto está ocurriendo podría llevar a una situación peor que la prevaleciente. La circunstancia no ha tocado fondo y se advierte una emergencia.
La explosión de la crisis en materia de seguridad pública ocurre en mala hora. Justo cuando el calendario marca el arranque de una mayor intensidad política y de una menor intensidad económica que ya pega en la mesa y el bolsillo.
De la gravedad del ultimátum lanzado ante la incapacidad de la élite política para constituirse en gobierno, algunos integrantes de ella han cobrado conciencia cabal mientras otros la pretenden ignorar, interpretándola como un arrebato emocional pasajero. Unos rechazan el ultimátum porque ven sus barbas en remojo, otros lo resbalan asegurando que sólo fue una “invitación” a hacer un mayor esfuerzo. Es mucho más que eso.
Lo delicado de la circunstancia es que no hay paracaídas y, a diferencia de otras coyunturas peligrosas, ésta exige velocidad y certeza en la respuesta. Hay hartazgo social y desencanto frente a las instituciones. El territorio perdido por el Estado lo quiere recuperar la ciudadanía con o sin el gobierno y sin los partidos. Y eso es un galimatías cuya conclusión invariablemente se cifra en un desastre.
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Puede parecer algo ajeno a la coyuntura pero en estos días convulsos el calendario marca el arranque del periodo legislativo y, con él, la presentación del Informe de Gobierno, del presupuesto, del dictamen de la reforma petrolera. Temas que por su importancia determinarán, sin duda, el curso del final de este año y probablemente del sexenio pero, sobre todo, si el país es o no seguro. Esto es, si tiene capacidad para atender y resolver la infinidad de frentes que trae abiertos y, a la vez, de darse de alta para entrar en competencia.
A diferencia de otras ocasiones, la definición de cada uno de sus asuntos no puede ni debe postergarse en función de las consabidas “condiciones” que, de a tiro por problema, justifican la imposibilidad de resolverlos. El argumento de “no hay o no había condiciones” sobra porque el punto es crear, precisamente, “las condiciones” necesarias para que suceda lo se quiere y no, valga el absurdo, para resignarse frente a lo que ocurre.
La definición del presupuesto y de la reforma petrolera no puede concluir en la aplicación de “paños calientes” porque, esta vez, esa irresponsabilidad por parte de la élite en el poder cobrará su costo en el plano inmediato y mediato. Esa élite está emplazada hoy –no dentro de 100 días o en el más próximo futuro– a mostrar si tiene capacidad de acción y visión para darle seguridad, certeza y proyección al país. Legitimidad electoral o no de por medio, la élite política no ha mostrado legitimidad en el gobierno.
Por cuanto al Informe de Gobierno se refiere, el nuevo formato exime al mandatario de apersonarse en el Congreso. Ello no debe convertirse en la puerta de salida a la obligación presidencial de informar cabalmente del estado que “guarda” la nación. Se entrecomilla “guarda” porque el tiempo de conjugación del verbo inscrito en la Constitución es en presente. No en pasado ni en futuro. No se quiere saber el estado que “guardó” la nación en el terrible pasado ni el que “guardará” en el promisorio futuro.
Se requiere la información y la reflexión presidencial frente a la emergencia nacional que encara. Y, por otra parte, se requiere saber si el flamante recurso de “la pregunta parlamentaria” –a la que, por escrito, ahora tienen derecho los legisladores– se aplicará en serio o si será un nuevo ardid político.
Insistir en la socorrida idea de que los grandes males nacionales se resuelven con un sentido mensaje a la nación seguido de una pertinaz campaña de spots es jugar con fuego en estos días. Se exigen cuentas, no promesas. Se vive en presente.
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Esos asuntos marcan el mes de septiembre que, por lo demás, tiene desembocadura en el arranque del concurso electoral cuya culminación tendrá lugar hasta julio del año entrante, pero cuyo inicio es tan pronto como el primer día de octubre.
No hay, pues, estaciones de parada hasta julio del año entrante y, en ese largo tramo, por la naturaleza de los asuntos en cartera, se subrayarán las diferencias y no las coincidencias. Así son, ni modo, los asuntos capitulares y electorales en la política. Pero si a pesar de ello, la clase gobernante no articula ni coordina su actuación ahí donde no puede haber diferencias ni fisuras porque son fundamento de la democracia y de la propia sobrevivencia de esa élite esa clase no deberá asombrarse de la tempestad que viene sembrando desde hace tiempo.
La situación es de emergencia y, si ante ella falla la élite en el poder, ni siquiera habrá botín para los sobrevivientes. Esa situación obliga a soltar el lastre político, esto es, salir de quienes formando parte del clan político estorban u obstaculizan, por incapacidad o complicidad, el quehacer al que un Estado no puede renunciar. Cada gobierno, cada partido tiene su propio lastre, y si animados por espíritu de cuerpo no lo sueltan, el lastre terminará arrastrando al conjunto de ellos.
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Soltar el lastre político y replantear estrategias frente a asuntos clave como el de la seguridad pública son las únicas opciones de la élite en el poder.
Se dice fácil, pero soltar el lastre supone amputar a algunos de los miembros de esa élite: funcionarios, legisladores, gobernadores, militares, jueces que sin querer o adrede, por omisión o acción, juegan del lado del crimen. Insistir que el problema de la seguridad se reduce a un grupo de malhechores y un puñado de policías traidores que se disputan la industria criminal es un engaño semejante al de asegurar que tan bien se va en su combate que la sociedad sólo tiene que poner las víctimas colaterales y directas. El secuestro sube porque el narcotráfico baja no es una respuesta digna de un gobierno.
Sí, se tiene que depurar a los cuerpos policiales y someterlos periódicamente a pruebas de confianza, pero no otra cosa se tiene que hacer con la élite política que también tiene elementos dignos de estar en la cárcel y no en el asiento del poder correspondiente. La ineficacia y la negligencia en el gobierno han puesto en claro que las urnas no sólo deben ser la única prueba de ácido en relación con su estancia en el poder.
Replantear estrategias no es reciclar acciones incumplidas, presentándolas en nuevas envolturas. Exige reconocer que, en realidad, se precipitó la acción sin contar con el plan adecuado y, muy probablemente, dictado por la tentación de legitimarse en el poder con base en acciones semejantes a los palos de ciego. Insistir en que el plan es bueno es asumir plenamente el rol del aprendiz de brujo que desata fuerzas sin posibilidad de contenerlas después. Replantear la estrategia supone sentarse y aprovechar el tiempo sin, necesariamente, llamar a las cámaras de televisión.
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Hoy, harta de jugar a la ruleta rusa con el crimen, la sociedad tomará las calles y las plazas que la autoridad no ha sido capaz de devolverle. Hay un ultimátum de por medio, ojalá se entienda.
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