Los ecologistas nos han estado previniendo desde hace cuatro décadas, más o menos: en su soberbia científica, el hombre creyó que era capaz de domar a la Naturaleza, sometiéndola a sus caprichos para sacarle rajada, modificando los equilibrios que habían existido desde siempre. Pero ese andar tonteando con el medio ambiente no salió gratis, y más bien nos ha ido metiendo paulatinamente en un berenjenal. Buena parte de los líos ambientales a que nos enfrentamos son fruto precisamente de la prepotencia con que creímos que podíamos controlar lo incontrolable.
Por supuesto, la Madre Naturaleza de vez en cuando se encarga de recordarles a sus hijos descarriados quién es la que manda. Y que nuestros fatuos esfuerzos por domeñarla son dignos de risa a la hora de la hora. Basta observar lo que “Katrina” le hizo a Nueva Orleans, o el tsunami de diciembre del 2006 a la cuenca del Índico, para ver lo pequeños que somos los humanos y sus obras junto al poderío majestuoso de las fuerzas naturales.
Buena parte de los esfuerzos humanos para controlar y modificar el medio ambiente tiene como objetivo el sacar provecho económico y buscar el bienestar propio. Así, las presas han sido construidas, prácticamente desde que inició la civilización, para asegurar el alimento mediante el riego de cultivos… y el poder que de ello deriva. Y en el proceso, secamos ríos, alteramos ecosistemas, dejamos algunas regiones convertidas en eriales, por que hicimos cosas que en la Naturaleza intacta nunca hubieran ocurrido.
Hoy podemos contemplar una vez más al Nazas corriendo como siempre (hasta que metimos las manotas) lo había hecho: libre, por su cauce natural, pasando alegre bajo los puentes; no atado, amordazado, contenido allá arriba, en la sierra, limitado por la ambición humana por el oro blanco… el cual hace buen rato que no le hace honor a tal nombre ni a su fama.
Asimismo, la laguna que le dio nombre a nuestra comarca volverá a renacer, así sea por un breve tiempo. Será una oportunidad para observar cómo era nuestro paisaje antes de que lo afectáramos con tanta basura visual, con tanto desecho, producto de nuestra inconciencia y desperdicio.
Hasta eso, algo hemos aprendido: se sacaron enseñanzas de las penosas lecciones de la inundación de 1968, y en el siguiente coletazo del Padre Nazas, en 1991, no hubo mayores desgracias que lamentar: sólo el ridículo aquél del anfibio en San Pedro, que al menos sirvió para el anecdotario.
Ahora sólo nos queda aprovechar la vista de un río sin corsés ni fajas, suelto como cabello de muchacha airosa. Y meditar cuánto mal le hemos hecho (y le seguimos haciendo) al entorno en que nacimos y vivimos.