Sin duda el bizarro incidente que tuvo como participantes a algunos jugadores de la Selección Nacional hace unos días en Chicago se presta a diversas interpretaciones. Pero ojo: lejos de mí el dudar en la estrambótica explicación dada por Oswaldo Sánchez de cómo fue a parar a chirona por un malentendido. Después de todo, la Policía de Chicago tiene justa fama de corrupta; tanto, que hubo que traer de fuera a Elliot Ness para que metiera orden cuando la ciudad era controlada por Al Capone y sus torpedos. No, creo que todo se debió al mal inglés que ostenta esa gente que rara vez termina secundaria (y es ídolo de jóvenes analfabetas) y a su comprensible euforia luego de haber goleado a la potencia peruana y su portero artrítico. Sobre todo, no dudo ni tantito que todo se haya originado porque en dos ocasiones se conminó a los jugadores mexicanos a que le bajaran el volumen a la música que detonaban en uno de los cuartos. En ese contexto, todo me parece perfectamente creíble: ningún mexicano digno de ese nombre cree que exista algo así como un volumen excesivo. Considera que mientras más ruido, mientras más necesidad haya de hablar a gritos, mucho mejor. Por eso todo el asunto me parece plausible.
Somos un pueblo ruidoso (y sucio y abúlico e irresponsable e impuntual), eso que ni qué. Podríamos argumentar sobre las razones: los indios se la pasaban dándole a los caracoles, los cascabeles y los teponaxtlis como parte de su diaria rutina de sacarle el corazón a quienes ni la debían ni la temían con el buen Hutizilopoxtli. Los españoles son gritones y rudos. Pero si se fijan, ni indios ni españoles contemporáneos son muy dados a reventarle el tímpano al prójimo a la menor provocación. Son pueblos más bien adustos y que mantienen su expresión sónica a niveles tolerables para los demás.
En cambio los mexicanos actuales aprovechamos cualquier ocasión para producir la mayor cantidad de ruido posible. Y en cualquier circunstancia. Y a cualquier edad y perteneciendo a cualquier clase social. Cuando en Canadá tenía que pastorear a docenas de chiquillos de la irremediablemente inculta alta burguesía mexicana, se me caía la cara de vergüenza cuando todos los presentes en un recinto se enteraban de nuestra presencia: para los críos era natural pegar de gritos en los aeropuertos, chiflar como arrieros en los corredores de la universidad, reírse a carcajadas en los museos. En su escasa tatema no les cabía que hay gente a la que le gusta el silencio, y no se siente cómoda escuchando continuamente el equivalente a una estampida de búfalos.
Al contrario de lo que ocurre con otras taras genéticas que cargamos, al parecer desde el Hombre de Tepexpan, ésta no sólo aflora en presencia de foráneos. No, en el mismo México hacemos gala de nuestra capacidad de desquiciarle los nervios a quienes tengan la desgracia de estar a nuestro alrededor. Ello presenta numerosas variantes, cada cual una forma nada sutil de anunciar que los demás nos importan un bledo, y no tenemos por qué respetar a quienes nos rodean.
Así, hay choferes de vehículos automotores que arreglan (o al revés, no se dignan arreglar) sus mofles para que hagan el mayor estruendo posible. Ello no ahorra gasolina, ni mejora le eficiencia de la máquina ni le da mayor potencia al motor. No, lo hacen simplemente para hacer ruido… y despedazarle en sentido del oído a quienes se hallen a una cuadra a la redonda. Y no se hable de los taxistas, que suenan el claxon ante cuanto peatón ven (como si éste estuviera descerebrado y así fuera a recordar: “¡Ah, necesito un taxi!”). Como hay quienes instalan en sus vehículos estéreos y bocinas gigantes para convertirse en muestrarios ambulantes de su mal gusto, haciendo el ruido de un jet despegando mientras circulan por las calles. Por cierto: uno de los Arellano Félix asesinó a un ingenuo y exasperado automovilista tijuanense cuando éste le pidió que le bajara a su mugrero. Así de sensible es cierta gente en lo que corresponde a que los demás se enteren de lo corrientes que son.
Hace unos días entré a una tienda del Centro de Torreón en donde me habían dicho que podía comprar un artículo sencillo, pero no fácilmente encontrable. El problema fue que en la tienda de marras tenían una bocina de un metro cúbico (¡adentro del establecimiento!) expeliendo una cumbia a 140 decibeles. La dependienta, que supongo que mientras no trabaja ha de ser alumna del benemérito Instituto Lagunero de la Audición y el Lenguaje (¡Donen libros! Informes 717 79 36), me explicó a señas que no entendía lo que quería, pese a que se lo pedí a gritos. Desesperado, le aullé más fuerte aún que cómo se iba a enterar si no le bajaba a su &%$#%era. Muy digna, me pidió que le repitiera qué era lo que quería. Pero no se dignó tocar el botón del volumen del aparatejo. Hasta eso, me entendió a la segunda. No que hubiera mucha variedad ni surtido…
Cuando estaban instalados los campamentos de los ingenuos seguidores del Peje en la Ciudad de México, en el otoño de 2006, se apareció en el Zócalo un anciano cuya única actividad y gracia consistía en lanzar, sin decir agua va ni intención racional alguna, tremendos cohetones que al estallar estremecían las ventanas de Palacio Nacional, las campanas de Catedral y el corazón y el hígado de quién sabe cuántos compatriotas, que no esperaban escuchar de pronto una explosión nuclear mientras caminaban por la avenida Madero. ¿Por qué hacía aquello? ¡’Pus nomááás… nomááás! Guillermo Sheridan comentó con su usual perspicacia que el vejete había sublimado el arte mexicano de romperle las pelotas al prójimo, sin ninguna razón discernible, y de manera sencilla y económica.
Creo que ya les había contado la anécdota de un vecino que, hace años, no sólo tuvo la música funcionando hasta las cinco de la mañana a todo lo que daba. Sino que para añadir burla a la afrenta se aventó la puntada, episodio psicótico o viaje con LSD de tocar 24 veces seguidas una cumbia titulada “La Negra Tomasa”. Llamamos a la Policía (creo que también debíamos haber solicitado la presencia de la Comisión de los Derechos Humanos: se supone que en este país la tortura es ilegal). Quién sabe si llegó. Igual y sí, o quizá los vecinos se rindieron por empacho auditivo. Espero que pronto se pudran en el infierno.
Total, que por razones ignotas, somos un pueblo ruidoso y totalmente indiferente a lo que nuestros excesos le provocan al prójimo. Quizá por ahí debiéramos empezar: si nadie respeta a nadie, está difícil crear un entorno civilizatorio digno de ese nombre. Y no, buena parte de nuestras sucias calles, colmadas por la contaminación visual de anuncios y espectaculares, y en donde cualquier retrasado mental puede reventarnos yunque, estribo y martillo con su aparato de música, no constituye un entorno civilizatorio. Ni civilizado.
Consejo no pedido para que le funcione el caracol (del oído): Por pura nostalgia, escuche “La noche en que murió Chicago” (The night Chicago died, 1974), de Paper Lace, extraña rola de nuestras mocedades. Provecho.
PD: ¡Feliz solsticio! Al fin los días (y esperamos que el %&%$#$ calor) serán más breves.
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