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Un sexteto muy clásico

HORA CERO

Roberto Orozco Melo

Es un hecho incontrovertible que las Cámaras de Diputados y Senadores han asumido las facultades constitucionales o paraconstitucionales que antes ejercía el Presidente de la República. Si los partidos políticos liderados en el Congreso de la Unión por tres senadores y tres diputados pueden realizar hoy por hoy tal sustitución es un riesgo fatal para el Estado de Derecho en que decimos vivir ahora.

Durante más de setenta años la autocracia de los hombres fuertes del Partido Revolucionario Institucional catalizó las censuras de la sociedad: que las decisiones públicas fueran dictadas por sólo un hombre. Que el Congreso de la Unión legislara sobre múltiples temas con la bendición del Presidente de la República. Y que la Suprema Corte de Justicia de la Nación ejerciera su control de legalidad previo acuerdo con el Jefe del Poder Ejecutivo de la República, ello era Gobierno, mas no democracia.

En el decenio noventa del siglo XX se inició la declinación del autoritarismo presidencial. Los partidos políticos de izquierda y derecha, débil ya la presión del PRI, empezaron a ser una verdadera Oposición alentados por la actitud receptiva y respetuosa del presidente de la República, Ernesto Zedillo, quien finalmente se negó a elegir, per se, al candidato presidencial del Partido Revolucionario Institucional, y puso distancia entre su Gobierno, la organización de las elecciones y el financiamiento de la campaña política del PRI. Esto hizo posible la victoria del candidato del Partido Acción Nacional y fortaleció la convicción popular por un sistema ciudadano para elegir gobernantes.

Nunca antes del año 2000 hubo tanta confianza social hacia el organismo electoral de México. En el último decenio del siglo XX se sucedieron comicios importantes, votaciones sin precedentes y decisiones respetables de los electores. Parecíamos haber ingresado a un mundo nuevo, democrático, civilizado y legítimo. No preocupaba a los mexicanos la posibilidad de un fraude electoral, toda elección era garantizada por una organización legal de expertos en cuestiones electorales cuya objetividad e independencia de criterio nadie osó poner en duda.

Los candidatos a la Presidencia de la República habían expresado su firme intención de respetar el fallo de las mayorías y refrendaron, así mismo, su convicción sobre la respetabilidad del Instituto Federal Electoral.

Entramos al proceso de renovación presidencial y legislativa del año 2006 con la firme convicción de que daríamos un paso más hacia el fortalecimiento democrático de sus instituciones. Fueran cuales fueran los resultados, fueran como fueran las diferencias de votos entre los candidatos, si uno de ellos ganaba la elección por un voto ése sería reconocido como vencedor en la liza.

Por segunda ocasión en aquel México nuevo el candidato del PRI reconoció que la voluntad popular no había votado a su favor y asumió los resultados; el PAN y su candidato empezaron a festejar su triunfo y el PRD y Andrés Manuel López Obrador iniciaron una serie de manifestaciones masivas de ciudadanos al aducir la existencia de un fraude electoral y exigir un recuento nacional, voto por voto y casilla por casilla de las miles que funcionaron a lo largo y ancho de la República.

El IFE manifestó la imposibilidad del recuento total que exigían las soliviantadas voces de la izquierda, pero ofreció hacerlo en las casillas que hubieran registrado inconformidades, lo cual abrió otro dramático impasse a la ratificación o rectificación del resultado electoral.

Sobrevigilado por el IFE y el Ejército Mexicano se dio el recuento tal y como lo aceptaron los partidos políticos. Los resultados ratificaron el triunfo de Felipe Calderón Hinojosa, quien protestó el cargo de Presidente en condiciones dramáticas y espectaculares, con la asistencia de la mayoría de diputados del PAN y del PRI y bajo protesta del PRD que recurrió al fallo ante el Tribunal Electoral Federal lo que prolongó el clima de suspenso. El Trife desechó el recurso legal después de haber recontado una vez más la votación y confirmó la validez de las elecciones.

López Obrador, sin embargo, no aceptó la verdad electoral y jurídica, empeñando su palabra de honor en mantener una constante beligerancia contra el presidente Felipe Calderón; aún más, se bautizó como “presidente legítimo de México” absurda denominación que burla sus propios corifeos. El PRD se enfrenta ahora al conflicto de mantener la unidad interna con motivo de las elecciones de su nueva mesa directiva. El jefe del Gobierno del Distrito Federal, Marcelo Ebrard, conspicuo, silencioso y mefistofélico trabaja intensamente acarreando agua a su molino.

El IFE fue desecho con brutal estulticia y fue rehecho como un pastel a repartir, tajada por tajada, entre los tres partidos dominantes. Lo que tanto evitó Woldenberg y Ugalde: que el IFE sirviera a la Nación, a los ciudadanos y nunca a los intereses particulares de los políticos, ahora se consumó. Manlio Fabio Beltrones y Emilio Gamboa, líderes de la tercera fuerza legislativa, persisten en el sueño de rehabilitar el salinismo. No son presidentes de México, pero chispeaditos a la Fouché, tres senadores y tres diputados componen un sexteto muy clásico para ejecutar la partitura de los viejos tiempos en el año dos mil doce.

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