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Un soñador

Gilberto Serna

Era un gigante del periodismo escrito. De una sensibilidad que rayaba en lo inusual. Su poder de penetración era ese que sólo poseen los favoritos de los dioses. De un trato que el envanecimiento no había estropeado. Así recuerdo al periodista que había nacido para serlo. Era natural, tanto, que poseía el don de la escritura sin llegar a la afectación. Supe de la dolencia que acabaría con su vida. Un padecimiento crónico que llevaba consigo con gran entereza. Me recordaba a Prometeo, que había robado el fuego del cielo para entregarlo a los hombres y sólo por eso encadenado en una roca en la cima del Cáucaso, donde un águila le roía el hígado, el que volvía a crecerle para renovar interminablemente el suplicio, que según la mitología griega era un castigo de Zeus. Esquilo (-525 a -456) el poeta griego, autor de Prometeo encadenado, cuya escena se contrapone a la de un dios de barro, ensoberbecido de poder. Jáquez en el periodismo era el Prometeo que luchaba, por cierto con gran éxito, contra el poder de los hombres que se creen dioses y quieren tener encadenados a todos.

En un ejemplar de la revista Proceso, semanario de información y análisis, que circuló la semana anterior a esta, bajo el número 1644, pág. 68, en la sección de Cultura, bajo el título: La espantosa e hilarante novela de nuestra realidad, Antonio, cubre un reportaje en el que entrevista a Carlos Monsiváis formulando preguntas que obtienen la respuesta del laureado escritor, en que desde mi punto de vista la lectura de lo que dicen ambos talentos demuestran abundante ingenio, tanto del que cuestiona como del que responde. Me dio la impresión de un relato de las mil y una noches en el que Antonio obtiene respuestas precisas en las que Monsiváis ve a la clase gobernante como un cómic underground dibujado por un mal discípulo de Robert Crumb y a la realidad nacional como una espantosa -y a la vez magnífica- novela. Equiparables a las aventuras de Simbad el Marino, del Califa Harún al-Rachid, de Alí Babá y los cuarenta ladrones, así como Aladino y la lámpara maravillosa. Esto es, ve un país hecho de cuentos.

Pero ¿quién era en realidad Antonio Jáquez? De lo que conocí de él sé que, antes que nada, era un soñador. Estaba marcado su destino desde que vino a este mundo en el triángulo en que se juntan Durango, Coahuila y Zacatecas. En aquel entonces una tierra pedregosa con hombres semejantes a su entorno, recios, francos, sencillos que vivían en casitas de adobe, en calles donde los remolinos de tierra semejaban escaleras de caracol que llegaban, en la fantasía de un niño, hasta las puertas del cielo. Le gustaba mirar las nubes briosas, vigorosas, gordas, que muy de cuando en cuando se desplazaban con gran lentitud allá arriba, donde su mirada escudriñaba descubriendo con alborozo grandes embarcaciones empujadas por el viento, en las que viajaba en su inocente imaginación a lugares remotos. En un arroyuelo cercano respiraba la brisa que bajaba de la montaña rodeado de las mitológicas nereidas, sílfides y ninfas -¿o eran troncones de árboles transfigurados por la fantasía de un niño?-.

En el año de 1990 la avioneta, conducida por el capitán piloto aviador Jaime de la Mora, se elevó con la gracia de un ave, extendiendo sus alas llevándonos en su metálico vientre. Acompañados por nuestra mutua amiga Olga, llegaríamos en la nave hasta Santa Fe. Un lugar paradisíaco ubicado al pie de las rocallosas. Antes habíamos pasado por encima de Alburquerque, donde en un extremo flotaban enormes globos aerostáticos multicolores que parecían anclados en el aíre. La mirada de Antonio adquirió un brillo nostálgico que acariciaron sus recuerdos. No me había equivocado desde la primera vez que nos conocimos en Torreón: era un soñador que sabía, como Pedro Calderón de la Barca, que la vida es sueño, planteándose el problema mismo del sentido de la vida humana. En cierta ocasión, tomábamos una taza de aromático café, en breve tertulia, cuando lo escuchamos musitar: ¿Qué es la vida? Un frenesí./ ¿Qué es la vida? Una, ilusión/ una sombra, una ficción,/ y el mayor bien es pequeño:/ que toda la vida es sueño,/ y los sueños, sueños son.

Descanse en paz.

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