Sin mediar explicación, la política en materia de seguridad pública registra un nuevo giro... pero en silencio. Si ese ajuste supone o no una mejora se sabrá mucho después y, precisamente por eso –porque ya es inaceptable conformarse con el “a ver qué pasa”–, el presidente Felipe Calderón o el secretario Fernando Gómez Mont deben explicar a la sociedad qué es lo que pretenden.
Ese nuevo ajuste cobra expresión en la incorporación del general Javier del Real Magallanes a la subsecretaría de Seguridad Pública así como en la de Jorge Tello Peón al cuerpo de asesores presidenciales. Esas incorporaciones hablan de algo ineludible: la crisis en materia de seguridad no acaba de remontarse. Ahí sigue el problema y con él, como se dice, la oportunidad... otra oportunidad.
La explicación, como quiera, es exigible porque después de 10 años de dar tumbos en materia de seguridad pública –que para la sociedad significan penas y peligros–, no cabe ya practicar la política de ensayo y error. Diez años son muchos para venirnos encontrar de nuevo con que lo hecho no fue precisamente lo mejor. En materia de seguridad pública han fallado los hombres... y las instituciones.
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Como nuestra cultura política se cifra en periodos sexenales, de pronto, se olvida que los problemas no se ajustan a ese calendario y, entonces, cada seis años se ponen en marcha acciones que, en el fondo, ocultan el fracaso anterior y repavimentan el siguiente.
Lentamente se ha venido tomando conciencia de la imposibilidad de ajustar los problemas al calendario sexenal. En materia presupuestal y petrolera algo se ha avanzado, pero no así en el rubro de la seguridad pública.
Si se sale del ritmo sexenal y se asume en serio que el crimen constituye un desafío al Estado, es menester darle perspectiva al problema a partir del compromiso del conjunto de los Poderes de la Unión y de la Federación para que, ahí sí, el Estado responda al crimen como tal y no a partir de reuniones trimestrales que ya ni siquiera sirven para el lucimiento de los funcionarios.
Desde hace 10 años, en materia de seguridad pública, el Gobierno le viene fallando a la ciudadanía.
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Desde 1998, a finales del sexenio de Ernesto Zedillo, se tomó nota de la gravedad del asunto y el entonces secretario de Gobernación, Francisco Labastida, apoyado por el almirante Wilfrido Robledo, el hoy asesor presidencial Jorge Tello y el hoy secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, comenzaron a trabajar en la dirección de profesionalizar a la Policía y los servicios de Inteligencia.
Aquella incipiente política tropezó con dos problemas: uno, el concurso electoral donde Francisco Labastida terminó como candidato tricolor; y, dos, la resistencia de los cuerpos policiales federales existentes a fundirse en una sola corporación.
Por eso los discursos de Ernesto Zedillo y de Felipe Calderón frente al problema son tan parecidos. Preocupaciones, ocupaciones y promesas presidenciales son los mismos... ¡desde hace 10 años!
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Agotado aquel sexenio, Vicente Fox y su secretario Santiago Creel vieron con desdén e irresponsabilidad el problema y, sin reflexionar mucho, introdujeron modificaciones a la política adoptada por el zedillismo.
A Fox le resultó fácil separar las funciones de seguridad pública de Gobernación, descuidar los servicios de Inteligencia y crear, de la noche a la mañana, la Secretaría de Seguridad Pública. El resultado fue terrible: Gobernación perdió facultades y la nueva Secretaría no asumió las suyas. Por la nueva dependencia desfilaron Alejandro Gertz Manero, que se empeñó en desmontar el trabajo realizado por sus antecesores, luego entró al relevo el guanajuatense Ramón Martín Huerta, quien murió al accidentarse su helicóptero, y cerró el sexenio Eduardo Medina-Mora, el hoy procurador a quien se atribuye el descuido de los servicios de Inteligencia.
Eso no fue todo. Aunque la meta supuesta era integrar una sola Policía Federal, al foxismo se le ocurrió crear otra más: la Agencia Federal de Investigación, que borraría la memoria negra de la Policía Judicial Federal. Al frente de esa contradictoria tarea estuvo el hoy secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, quien ahora busca borrar a su criatura.
Hoy, Felipe Calderón no paga los platos rotos, los pega.
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El nuevo Gobierno consideró que lo conducente era emprender una batida contra el narcotráfico, sin ni siquiera hacer el inventario cuantitativo y cualitativo de su instrumental.
Esos operativos se entendieron como un esfuerzo para legitimar al presidente Felipe Calderón, sólo así se explica que se hayan arrancado sin contar con una estrategia. Hoy, el mandatario justifica lo hecho con una metáfora desafortunada en extremo: asegura que iba a extirpar un tumor canceroso y, al abrir el cuerpo enfermo, se encontró con que el paciente estaba completamente invadido. Imaginar a un médico resuelto a realizar una intervención sin tener muy claro el diagnóstico, resulta increíble... pero se hizo.
Hoy, a la vuelta de dos años resulta que la Agencia Federal de Investigación no vale la pena como tal y que es mejor fusionarla con la Policía Federal Preventiva. Y por si eso fuera poco, la flamante Agencia y la flamante Policía están penetradas por el narco a un punto tal que en vez de servir y proteger a la ciudadanía, sirven y protegen al crimen.
El número de altos funcionarios y mandos involucrados con el crimen hace pensar que el Gobierno, la ciudadanía y el Estado sufren de insomnio con el enemigo. Tanto que la Operación Limpieza la dicta un criminal comprado, que eso son los testigos protegidos.
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Diez años así han transcurrido. Con discursos parecidos, con cambios contradictorios, con rotación de funcionarios, haciendo y deshaciendo Policías y, eso sí, pidiéndole a la ciudadanía que entienda que su vida no vale tanto como la sobrevivencia del Estado pero, sobre todo, de la élite política.
Ahora, sin llamarlo por su nombre, se opera en silencio un nuevo cambio y, sin embargo, no se ve el acuerdo que comprometa en serio a los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial así como a los gobiernos estatales y municipales y, desde luego, a los partidos para elaborar una política de Estado de largo alcance, transexenal y con efectos mediatos para asegurar a la ciudadanía.
Es cierto que no puede exigirse a un solo poder, como el que encarna Felipe Calderón, atender y resolver un problema de vieja data que involucra a otros poderes, pero también es cierto que no se ve una estrategia seria para responder al desafío planteando por el crimen.
Si en verdad el problema de seguridad pública es un problema de Estado, es hora que el Estado como tal, con todos los poderes y actores que involucra se siente a la mesa –sin cámaras ni reflectores– y elabore una política correspondiente a la dimensión del problema. Hartan ya las Cumbres con duración de un par de horas, fatigan las innovadoras políticas trimestrales, desespera la rotación de funcionarios que ni siquiera ponen las asentaderas en las sillas, mientras la ciudadanía sobrevive un Estado incapaz de garantizarle su integridad, patrimonio y seguridad.
Si la ciudadanía no merece seguridad, cuando menos merece una explicación.
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