Pregunta de historia, valor tres kilómetros: ¿Cuál fue la batalla decisiva de la Guerra de Independencia de México?
Si ya le salió ampolla de tanto rascarse la tatema, pensando cómo se le olvidó algo tan importante, y que sin duda aprendió en las muy inteligentes y profundas clases que le dieron en primaria, en las cuáles las hazañas de los héroes (usualmente fusilados) eran machaconamente enseñadas por la entusiasta seño Lupita (que lo hacía producir álbumes de estampitas como si fuera accionista de Editorial Patria), no se apure. No se trata de un lapsus en las sinapsis de su cerebro, ni una señal de que el señor Alzheimer está al acecho. Si no recuerda el nombre de esa batalla es porque nunca ocurrió. No hubo tal batalla decisiva. Al contrario de lo que ocurrió con los Estados Unidos (Yorktown), Colombia (Boyacá), Perú (Ayacucho), Venezuela (Carabobo) y hasta Vietnam (Dien Bien Phu), la independencia de este país no se decidió por medio de las armas en un último enfrentamiento, aunque el santoral patrio resuma sangre y tiene tufo a pólvora.
Ayer se conmemoró (ligeramente y de pasada, como siempre) el 187 aniversario de la Independencia de México (aunque el país no se llamaba así el 27 de septiembre de 1821). Las circunstancias que condujeron a ese acontecimiento suelen permanecer en la oscuridad de la historia oficial y el humo de los petardos del día 15. Quizá por que contienen una serie de verdades incómodas, que no casan con la versión oficial de cómo accedimos al estatus de país independiente. Y quizá por que nos obligaría a mirar de frente lo mal que se hicieron entonces las cosas, y lo mal que las seguimos haciendo hasta la fecha.
Situémonos en 1820. Para entonces Nueva España tiene diez años desangrándose en una guerra de muy desigual intensidad. El irresponsable movimiento iniciado por Hidalgo, que no tenía pies ni cabeza y terminó en desastre y con la cabeza del cura colgada de la Alhóndiga de Granaditas, había suscitado una serie de levantamientos de muy diversa ralea (usualmente terminados, cómo no, también en desastre); el más importante y consistente de los cuales fue el encabezado por José María Morelos entre 1811 y 1815. A la muerte del empañoletado que le diera sentido y dirección a la lucha por la independencia, ésta cayó en un largo y profundo bache de cinco años. Algunos tozudos guerrilleros continuaron peleando (lo que hay que admirarles) a pesar de que mientras más tiempo transcurría, más lejano parecía el objetivo último que se habían planteado, que era la disolución de los vínculos con España y la igualdad de todos los habitantes de este país. En ese 1820, los insurgentes no tenían la más remota posibilidad de derrotar al Ejército virreinal ni de alcanzar ningún tipo de concesión. Lo que quedaba era seguir peleando con tenacidad, en una guerra de guerrillas interminable, en espera de que algo ocurriera que invirtiera las tornas y cambiara la situación estratégica. Lleno de desesperanza y harto de esperar tan azaroso devenir, Guadalupe Victoria se retiró a vivir a una cueva como ermitaño. Hasta allá tuvieron que irle a avisar, dos años después, que la independencia (y qué tipo) se había conseguido. Victoria apenas podía hablar, luego de tan prolongada estancia sin contacto humano. Ah, y ése fue nuestro primer presidente, que consintió sin mucho esfuerzo de su parte el golpe de Estado de Vicente Guerrero.
Pero en 1820 finalmente ocurrió algo. No aquí, sino en España: una sublevación militar en contra del absolutismo de Fernando VII. Los oficiales rebeldes, encabezados por Rafael de Riego, en vez de partir rumbo a Sudamérica para enfrentar a Bolívar, marcharon sobre Madrid y forzaron al torpe monarca a jurar y poner en práctica la muy liberal Constitución de Cádiz, promulgada en 1812 mientras él estaba prisionero de Napoleón; y derogada en 1814 cuando el infeliz regresó al trono, tras la caída del Gran Corso. Esa Constitución va a ser la pieza de legislación más moderna que España y México van a llegar a conocer en medio siglo: proclamaba un Estado laico, la igualdad de todos los ciudadanos (sin importar origen ni raza), límites para el rey y derechos para sus gobernados. Por algo la había rechazado Fernando VII en cuanto tuvimos la mala suerte de que regresara de su cautiverio.
Por supuesto, si esa Constitución regía los destinos de Nueva España, se le venía abajo el teatrito a la oligarquía dominante, los llamados españoles peninsulares (los criollos eran españoles americanos, aunque la mayoría ya dudaba que ésa fuera una descripción correcta). Sus privilegios y monopolios desaparecería bajo un régimen de igualdad, y los criollos (y otros grupos, en un futuro) les comerían el mandado. ¿Cómo evitar que la rojilla Constitución de Cádiz les quitara sus privilegios? Ah, pues independizando a Nueva España. Por eso se dice, simplificando un tanto, que la Conquista la hicieron los indios, y la independencia los españoles.
¿Cómo alcanzar la independencia sin ser considerados traidores? Sobre todo, ¿cómo hacerlo sin que respingara el Gobierno virreinal? La oligarquía novohispana decidió resolver el asunto entregándole el mando de un Ejército a un criollo buen mozo y fanfarrón, al que supusieron podrían controlar: Agustín de Iturbide. El plan era una carambola de tres bandas: Iturbide exterminaría al necio de Guerrero, cuya guerrilla seguía dando lata en la Sierra Madre del Sur; luego marcharía sobre la Ciudad de México para dar un Golpe de Estado y deponer a las autoridades virreinales. Acto seguido, se le ofrecería la corona del nuevo país independiente ¡a Fernando VII!, para que se viniera a gobernar acá sin estorbos constitucionales, límites a su poder ni chatos de manzanilla: a sus anchas, como a él le gustaba. Después de todo, Nueva España era más rica y extensa que España. Fácil.
El problema fue que Iturbide pronto reconoció que la primera parte del plan era irrealizable a corto plazo. Si bien Guerrero jamás iba a ganar la guerra, no había manera de que la perdiera en un futuro cercano. Y a Iturbide se le cocían las habas por aprovechar la oportunidad que se le había puesto en bandeja: tenía su propia agenda. Por ello, hizo una maniobra sumamente astuta: le propuso a Guerrero el unir sus fuerzas. Si lo que deseaba era la independencia, pues Iturbide estaba de acuerdo. ¿Para qué tanto brinco estando el suelo tan parejo?
Los enviados de Iturbide y Guerrero se reunieron en Iguala para concertar detalles. El documento que de ahí salió (el primero de cientos de planes que han pululado en la historia de México, y que para maldita la cosa nos han servido para ser un país próspero) consagraba la fusión de los dos ejércitos y defendía tres garantías: unión (¿?), religión (católica, of course; ése no sería un Estado moderno laico) e independencia. La corona del nuevo país (lean el Plan de Iguala si no me creen) se le ofrecía a Fernando VII; o a alguno de los infantes de la Casa de Borbón, al cual más de deficientes mentales. Así, con un acuerdo medio contrahecho, se alcanzó la independencia. Iturbide anduvo paseando al llamado Ejército Trigarante durante los siguientes seis meses. Cuando las condiciones estuvieron dadas, entró a la Ciudad de México ayer hicieron 187 años. Y tan tan.
Ah, y si echan cuentas, en 2010 no será el bicentenario de la independencia, sino del supuesto inicio de la lucha por la misma (aunque Hidalgo no dijo una palabra al respecto). Pero bueno, así distorsionamos la historia en este país. Y por eso estamos obligados a repetirla y quedarnos atrás, sumidos en nuestros atavismos y tropezando diez veces con la misma piedra.
Consejo no pedido para que el IETU le pese poco menos que la losa del Pípila: lea “Morir es nada”, de Pedro Ángel Palou, biografía de Morelos contada por la madre de uno de sus hijos. Llegadora. Provecho.
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