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Una mirada a La Región Más Transparente...

Carlos Fuentes recibió el premio Cervantes en 1987. (El Universal)

Carlos Fuentes recibió el premio Cervantes en 1987. (El Universal)

El Universal

Hace 50 años que Carlos Fuentes escribió este libro.

Nada mejor que conmemorar el cincuentenario del más alto monumento novelístico de Carlos Fuentes que una visita para interrogar, cuestionar, extraer lo que La Región más Transparente aún tiene que decirnos. Para mí, es también la oportunidad de confrontar y atestiguar una admiración y un rechazo.

Admiración por un escritor que emprendió una novela total donde se decantan las lecturas, no sólo del canon modernista sino igualmente su impronta balzaciana y galdosiana, y que a falta de un modelo en la tradición novelística mexicana —aunque la antropofagia de Fuentes devore la novela de la Revolución y los climas rulfianos—, ensayó con los recursos de la poesía, pues singularmente se alude a Muerte sin fin, Avenida Juárez, se cita a Bernardo de Balbuena y planea sobre la obra entera, la poesía y el pensamiento de Octavio Paz. Rechazo, porque ya en esta aún vivísima novela se advierten los yerros que la posterior obra de Fuentes habría de prolongar, como si la grandeza de su obra sólo pudiera construirse con base en esa renuncia a la naturalidad y autonomía de la novela que sus creadores mayores reclamaron como carta de modernidad, para en su caso agobiarla con una permanente referencia extradiégesis que le otorgara sentido.

Recuerdo haber leído La Región… con creciente desencanto en las postrimerías de mi adolescencia. En ese mamotreto no hallaba sino un escritor de empeñoso estilo empeñado en construir tipos y arquetipos pero no personajes, por asestar clisés en vez de diálogos, por aplicar un poliedro de tesis antes que la seducción de las ideas. Más gusto habría de hallar en otras novelas leídas entonces con la fruición de quien aspira a reconocer su vida en situaciones imaginadas por otros, para otros tiempos.

Si antaño, invoquemos al Novo orgulloso anfitrión de la Nueva grandeza mexicana, el recorrido con que se brindaba al viajero el esplendor de la Ciudad, daba inicio en el centro, el Zócalo, en los cincuenta y sesenta el eje natural de la pujanza que combina brío popular con ínfulas cosmopolitas va de Balderas a Reforma, prefigurando los años de fundación de la Zona Rosa. En La Región… apenas si se describen edificios pero las menciones bastan para que la imaginación reconstruya y otorgue fachadas, colores, buscando en el recuerdo de las imágenes contemporáneas los rasgos de los anteriores. Y Fuentes no se limitaba a mostrar con orgullo cortesano la opulencia de las fachadas barrocas y churriguras o las pétreas oficinas de Madero donde se deciden los destinos de la nación, la modernidad de los expendios de ice cream en plena Avenida Juárez, que Efraín Huerta ya había denostado en un poema de finales de los años cuarenta, sino que exigía una vista de cernícalo, una panorámica no de predador sino de vigía, reclamando para el narrador esa función que en la novela cumple Ixca Cienfuegos. Lo sorprendente de la novela de Fuentes, que en el recelo y la mezquindad de la adolescencia se me escapaba, era esa capacidad de mostrar, además de un paisaje acorde a nuestras ansias de modernidad, los otros paisajes que componen México.

Así como novela cuestiona la identidad de México y se revuelve sobre la interrogante de si la revolución ha sido traicionada, por lo que distintos personajes, emblemáticamente Federico Robles e Ixca Cienfuegos, dan respuestas distintas que apuntan a la modernidad del capitalismo y al retorno a los orígenes rituales del tiempo mítico para entender a México, es decir, líneas de fuga que escapan hacia el futuro o el pasado pero esquivan el presente, de igual modo en la composición de la obra vemos la pugna por las formas de la tradición y el dominio de una pulcra retórica junto a la destreza en el manejo de las técnicas literarias de la hora: monólogo interior, flujo de conciencia, composición en contrapunto, abrupción, tiempos y focalizaciones mezcladas con las acronías retrospectivas (flash back, para los cinéfilos).

Triunfo de la polifonía como expresión del fresco narrativo que Fuentes ha seguido ambicionando en sus obras mayores y sin embargo no ha cumplido con la perfección de su obra primera. El tiempo del relato es minado por acronías retrospectivas y las historias que se imbrican en una danza de zozobra, trastornan el reconocimiento de una sola secuencia cronológica. Puntualicemos: la acronía, la imposibilidad de establecer una cronología precisa es el resultado de la interferencia entre las varias historias. A menos que la historia, o las historias se ordenen de forma cronológica, para comprender la puesta en escena del mito primordial y la transformación del sendero de la historia en múltiples caminos que confluyen en el Mito. Así: Cienfuegos y Moctezuma son los guardianes, el umbral que une y cierra los tiempos y conduce a las criaturas al Tiempo mayestático. Presencias arquetípicias, no personajes.

Personajes redondos… Acaso Rodrigo Pola, acaso Norma Larragoiti, acaso Federico Robles… Los demás son tipos, representaciones fantasmales en que en uno son todos y ninguno, porque aunque muchos su nombre es nadie, de la burguesía, de la clase media, de los intelectuales, del pueblo. Tipos que emergen de la violencia porque ellos son causa y consecuencia de ella, como Gabriel, Tuno y Fifo. Tipos que fungen como referencias verosímiles para dotar a las historias de Robles, Pola y Larragoti, de un mundo construido tomando como base al cotidiano, y por ello, cual cometas, aparecen distantes, cercanos, cruzas y desviaciones: la prostituta, el ruletero, el intelectual, el periodista de sociales, los poetas, los farsantes, los oportunistas, el banquero, los venidos a menos… ¿Personajes planos? Sí y no. Lo importante es, como ha dicho Octavio Paz, que por vez primera aparecen en nuestras letras “el rostro y el habla de la burguesía mexicana”.

Fuentes funda una ciudad, traza el mapa de los puntos cardinales: los llanos, las vecindades, el centro, la colonia Juárez. Y sin embargo, no hay amplitud sino encierro. Constátense las descripciones de recámaras cerradas, apenas airadas, casas que no reciben el sol, como la de doña Lorenza Ortiz o Rodrigo Pola, casas que huelen a viejo, a platillos míseros y adobes ahumados. Reside la novedad en que Fuentes al describir la urbe aspira a reflejar el alma nacional. No era una novela realista sino una novela alegórica cuya simbología proponía explicar la simbiosis de la Revolución, donde la clase emergente de las luchas intestinas se fundía con los herederos del ancien regime, sin descuidar que en nuestra esencia mexicana se halla ese abigarramiento, ese crisol que más recuerda a una olla podrida, donde confluyen los contrarios. Retorno cíclico que mostraba la imposibilidad de una transformación total.

Allá, en el origen, está todavía México, lo que es, nunca lo que puede ser. México es algo fijado para siempre, incapaz de evolución.

Novela de excesos, baches y contusiones que dan origen a la confusión, es el primer mural escrito del México post-revolucionario, el dedo que señala la eterna purulencia: el sistema no cambia: de Moctezuma a Alemán, homo hominis lupus; el testimonio delirante de un fracaso y el grito del vástago que descubre que su hado es el mismo que el de su padre.

La Región…, leída sin la presunción de la adolescencia, se revela una novela, si no excelente, extraordinaria en su contexto. No se había ensayado una novela con esa gula rabelesiana que no se resolvía en una bacanal de cuerpos sino en una orgía de símbolos. Sin soslayar que el principal problema de la literatura fontesina estriba justamente en su ausencia de naturalidad, en estilo, personajes y trama misma, podemos asegurar que esta obra caótica y monstruosa, es un canto, terreno a la urbe donde la belleza y el horror unen y esfuminan sus contornos: la ciudad como Espacio de los múltiples espacios; la ciudad: el río y el océano.

Homero. Su libro más reciente es Verano en la ciudad (Aldus, 2006)

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