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Ungüento

RELATOS DE ANDAR Y VER

Ernesto Ramos Cobo

Me canso ganso que la someto. Aunque llore la piruja; así, en definitiva. Aunque llore y le cueste a la condenada que la encierre, recibiría su merecido. Visceral sería no hacer nada. Hay que quitarse de una vez el mote de cuernudo, comidilla de la barriada, festín de santos para el empalagoso murmuro.

Esos eran sus pensamientos en ese sábado. En una mañana fría donde había despertado sin ella de nuevo, despeinado, dejado y cachetón, y dejado, sin haber tenido sexo en los últimos meses. Alcanzó a pensar que su mujer andaría tal vez en el segundo piso, donde vivía su suegra; o por las calles en la compra, con su breve retumbar de caderas atrayendo miradas. Pero no quiso pensar más. Mejor decidió sentarse en el retrete y allí estuvo un largo rato.

Había que abordarla, conseguir un ungüento, untárselo en la espalda, lograr someterla, y así quitarle lo pizpireta de una vez por todas. Eso fue lo que decidió de pronto, allí mismo, ya casi con las piernas acalambradas. Súbita decisión que nacía en parte del hartazgo. Ponerle un alto a la historia… (murmuró, fajándose la camisa en el blue jean), lanzándose a la parada del autobús, volvieron los cuestionamientos: ir o no ir, para qué, valdría la pena, mejor seguir engañándose..?

Pero siguió adelante con su plan. A esa hora el barrio comenzaba a cambiar, uniéndose la noche y la mañana, putas que se guardan y algunos bien peinados que barren las banquetas, la hora mágica de historias intercaladas. Entonces descendió del autobús en la esquina del mercado. Caminó todo de frente en el primer pasillo hasta la zona de las víboras, allí quebrar a la izquierda, por donde zorrillos desecados para preparar caldos que fortalecen la sangre, a la izquierda el negro, el que soba, el que arranca cualquier piquete en el músculo, y, más adelante, un pasillo más angosto y oscuro, el sitio donde las hierbas funcionan, donde se somete a cualquiera. Un hombre lo veía lentamente acercarse.

Por supuesto el toloache y los relatos de amantes despechadas. Pero necesitaba algo más potente. Una oración, la receta, el consejo, la utilización correcta. Anduvo preguntando a viva voz. Algunas manos arrugadas le mostraron el aceite, un pequeño frasco, un líquido nocturno para untarlo en la espalda, una vela, un conjuro mágico que había sometido los muslos más escurridizos del mundo, y un jabón además, para reforzar el efecto. Al salir del mercado el hombre se sentía confiado; aunque no estaba del todo solo.

A su regreso la casa seguía vacía, y en total oscuridad. Nadie contestó en el segundo piso. Nada en la calle, nadie en la azotea, vacío el merendero de la esquina. Caía confuso el mediodía sobre la calle encharcada, y decidió regresar a casa. Se sentó entre un desorden de pinturas, donde ella se delineaba los ojos, donde tocaba sus caderas brevemente. En el suelo la etiqueta de un sostén; la tela nueva sobre el mismo pezón mugroso. Con un gesto desesperado se acostó a esperarla, y de pronto se quedó dormido. Eso fue todo.

Nunca más nadie supo los detalles. Lo encontraron tendido horas después, todavía caliente, con espuma en la boca. Vaya curiosa forma de suicidarse. Un primer paso lejano, pero –al final de cuentas, un primer paso. http://ciudadalfabetos.blogspot.com

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