Esta semana me he reído mucho recordando los tiempos de mi niñez.
De hecho, creo que uno no debería de morir, sino que llegada cierta edad, debería volver a la niñez, aunque le borraran a uno el “disco duro”, para que no creciera con ventajas.
La niñez siempre es feliz, libre y divertida, desprovista de todo convencionalismo y ajena a cualquier inhibición.
El niño se comporta de forma simple y no le da pena nada.
Hace unos días, cenábamos unos tacos en un pequeño establecimiento en donde jugaban unos niños.
Hata ahí llegó una jovencita con una pequeña iguana que orgullosa mostraba a aquella parvada de infantes.
Uno de ellos, que apenas si sabía hablar, volteando hacia nosotros nos dijo:
—’Ía, una iguarana’.
Nos sorprendió el comentario y la expresión, por lo que le preguntamos: ¿Qué dijiste? A lo que él sin inmutarse se concretó a retirase corriendo sin responder y casi como queriendo decir: “Estos mensos no saben lo que es una iguarana”.
La espontaneidad, frescura y desparpajo del muchachito me hicieron recordar aquellos años en que nosotros éramos felices jugando con fichas de refrescos y palos de escoba.
Juntábamos fichas para jugar a las damas chinas o hacer castillos con ellas a falta de un Lego.
Fabricábamos carritos de valeros o cometas y nos conformábamos con deliciosos dulces de piloncillo o “brujas” de coco. Cuando llegaba a caer en nuestras manos un Milkiwei o un chocolate gringo, era una verdadera fiesta.
Claudia me cuenta que, cuando ella la hacía de chaperona con una de sus hermanas, e iban al cine, el novio la ponía a recoger cascos de refresco que la gente dejaba tirados, porque les daban unos cuantos centavos por cada uno y de ahí juntaban para la función del domingo siguiente.
Pero lo maravilloso es que nadie se sentía menos por eso.
Yo recordaba, aquella ocasión en que salí en la primaria en un bailable brasileño y llevaba un canasto con fruta que mi madre me había preparado con mucho cariño.
Pero como mi turno se prolongó, en lo que otros compañeros bailaban, yo me senté a verlos mientras devoraba de las deliciosas frutas. De manera que, para cuando llegó mi turno, salí a bailar, pero sin una sola fruta en el canasto.
Tarde se le hacía a mi madre para que terminara el bailable y agarrarme de las orejas por andar de tragón. Pero, yo no sentía que hubiera hecho mal, antes al contrario se me antojaba natural que aprovechara aquella ocasión para saciar mi hambre, que por cierto era ancestral.
¿Quién no jugó, en aquellas épocas, al bebeleche o la matatena? ¿A los palitos chinos, los encantados o al chinchilaguas?
Las tardes-noches eran deliciosas jugando en las calles del barrio al bote pateado o al belit, que nosotros mismos confeccionábamos.
Construíamos casas en los árboles o cuarteles en las paredes de nuestras viviendas.
Con un papel de china y unos carrizos hacíamos una cometa que echábamos a volar en los llanos con verdadera maestría.
Vivíamos la vida, como diría Serrat: “Desquebrajando el viento y apedreando el Sol”.
Pero nada nos preocupaba, porque era vivir el día a día, como se iba presentando.
Nada nos inhibía o nos mortificaba. Si por la mañana peleábamos con algún amigo, en la tarde ya andábamos abrazados.
El perdón iba implícito en el abrazo. No había rencores ni envidias.
Todos éramos uno y ninguno más que el otro.
¿Por qué nos volvemos, al paso del tiempo, tan complicados?
¿Por qué permitimos que nos aplaste la rutina y nos volvemos prisioneros de horarios y odiosa obligaciones?
¡Qué ganas de volver a saltar sobre los charcos después de un día lluvioso!
¡Qué ganas de andar subiendo a las azoteas y brincando bardas para robar fruta de algún jardín prohibido!
¡Qué ganas de volver a ser niño!
Por lo demás: “Hasta que nos volvamos a encontrar, que Dios te guarde en la palma de su mano”.