Parece que nuestro país está condenado a repetir los aspectos más negativos de su historia, tal y como les suele suceder a las naciones que no aprenden de sus errores. El proceso electoral de 2006 abrió una profunda división política, motivada sobre todo por la campaña negra contra el candidato de la Coalición por el Bien de Todos, Andrés Manuel López Obrador, y por la actitud intransigente asumida por éste y sus seguidores luego de las votaciones del 2 de julio. Hoy, luego de dos años de aquellos ominosos días, la situación no ha cambiado mucho.
El 9 de abril de 2008, el presidente Felipe Calderón Hinojosa envió al Senado de la República su iniciativa de reforma de Petróleos Mexicanos en la que, entre otras cosas, se contempla dar libertad a la empresa paraestatal para contratar o asociarse con empresas privadas para la construcción de refinerías sin transferir la propiedad del hidrocarburo. Dos días después, los legisladores de los partidos integrantes del Frente Amplio Progresista —PRD, PT y Convergencia—, tomaron las tribunas de la Cámara de Diputados y el Senado para impedir que la iniciativa se discutiera y que los legisladores del PAN y el PRI “mayoritearan” la votación para que aprobara la reforma.
Desde el 11 de abril, el Congreso de la Unión permanece tomado por los diputados y senadores del FAP, mientras que los seguidores de López Obrador han llevado a cabo movilizaciones en las calles en contra de la iniciativa de Calderón bajo el argumento de evitar la “privatización de Pemex” y así “defender el petróleo y la soberanía de México”. La reacción a estas medidas radicales no se ha hecho esperar y panistas, priistas, organismos empresariales, un amplio sector de la sociedad y el propio presidente han tachado a los “fapistas” de intransigentes, intolerantes, cerrados, desestabilizadores y hasta golpistas. Incluso, de la misma manera que ocurrió en 2006, han comenzado a transmitirse spots de televisión para golpear a Andrés Manuel, al cual comparan ahora con Hitler y Mussolini.
Nuevamente, el encono se apodera de la política nacional y pone en jaque a una incipiente democracia mexicana que sigue dependiendo demasiado de los intereses coyunturales y parciales de unos partidos cuya principal característica no ha sido el interés nacional ni la búsqueda del bien común.