Más de la mitad de la Humanidad ni siquiera había nacido. Y los acontecimientos de aquel entonces de repente parecen pertenecer al más remoto pasado. Pero no, ocurrió hace menos de cuatro décadas, y sigue siendo uno de los hitos más impresionantes y dignos de recordar del siglo XX. Esta semana hace 39 años, el hombre pisó por primera vez otro cuerpo celeste, la humanidad rompió los lazos que la ataban a esta vieja, buena, traqueteada madre Tierra, y se posó en la Luna. Y como todo buen aniversario, éste se presta para varias reflexiones.
La primera es cómo las cosas más novedosas e interesantes se pueden volver rutinarias. Durante buena parte de los años sesenta, el mundo seguía con inmensa pasión cada lanzamiento espacial, cada caminata por el vacío, cada nueva marca. Los nombres de astronautas y cosmonautas eran conocidos si no por todo el mundo, sí por quienes seguíamos las noticias, de todas las edades. Pero en cuanto el Apolo XI culminó esa extraña carrera entre americanos y soviéticos, como que se perdió el interés. Cuando los astronautas del Apolo XIII estuvieron a punto de quedar varados en el espacio, poca gente sabía siquiera que estaban allá arriba: la pasión se había esfumado.
Lo que no ocurría cuando el primer alunizaje era todavía un albur, y la posibilidad de que un hombre (bueno, dos) llegaran a la Luna, dieran brinquitos por ahí, y recogieran cascajo, para después retornar sanos y salvos, no estaba asegurada ni mucho menos. Desde la óptica de quienes nos quedábamos acá muy cómodos y seguros, aquellos tipos sí que eran héroes.
Que los viajes espaciales son todavía peligrosos nos lo han recordado de maneras horrorosas las naves Challenger y Columbia. Que quienes se siguen jugando el pellejo fuera de la atmósfera son una raza aparte, ni duda cabe. Pero como que los pioneros tienen esa característica esencial que sólo le pertenece a los personajes legendarios: ahora sí que todo era nuevo, todo estaba por probarse y descubrirse. Nada era fácil. No, nada era fácil.
Y sin embargo, lo hicieron con gracia y donaire. Hace ese titipuchal de tiempo estábamos pegados a nuestros televisores, viendo esas borrosas imágenes en blanco y negro, hasta que escuchamos las palabras mágicas: “Éste es un pequeño paso para el hombre, un salto gigantesco para la Humanidad”. Y ya. Tan tan. No fue un discurso maratónico ni grandilocuente. Neil Armstrong escogió bien sus palabras. Fueron pocas y concisas. Como las acciones de quienes tienen la pasta de héroes.
De ésos que hoy, ¡ah cómo extrañamos! En este mundo materialista y mentiroso, cómo echamos de menos a ese tipo de hombres, ese tipo de hazañas. Y a como van las cosas, los seguiremos extrañando.