Hace unos días llegamos a buscar a una pareja amiga que estaba alojada en el mejor hotel de Saltillo. Íbamos a acompañarlos al aeropuerto. Los encontramos en el lobby y después de decir “hola” no supimos qué hacer: era demasiado tarde para almorzar y demasiado temprano para comer. Entonces decidimos “oncear” como manda la costumbre en Colombia: disfrutar un piscolabis para entretener al estómago. Mi amigo y su novia, fumadores impenitentes, hicieron un aparte y empezaron a cuchichear no sabíamos qué cosas; pero tenían rostros muy adustos cuando de nuevo se integraron a nosotros.
¿Qué sucede? pregunté. Ella dijo a su pareja: “cuéntale tú” y él nos lo contó: “Qué desastre: aquí no se puede fumar en ninguno de los comederos”. ¡Maldición! dije dibujando una sarcástica sonrisa en mi rostro; entonces mi amigo encarajó la broma: “Está bien que no fumes, pero no tienes derecho a disfrutar mi angustia”. Perdón, carambas, perdón –le contesté— no creo que sea grave lo que pasa. Pareces estar en un barco a punto del naufragio, mira nada más qué cara tienes...
Él caminó unos pasos cerca de nosotros: tres en un sentido y otros tres de regreso. “¿Qué hacemos?” preguntó ignorando mis comentarios. “Café sin cigarro vale madre, alcohol sin cigarro igualmente. Acabamos de desayunar fuerte y no podemos siquiera disfrutar un pitillo porque en este hotel han decidido acatar la prohibición de no fumar. ¿Por qué carajos no se amparan”?
Lo ignoro, dije y sonreí para mi dentro. Les propuso que fuéramos a un parque público y ahí calmarían su ansiedad tabaquista. O que tomáramos un taxi –habíamos despedido al que nos llevó al hotel—para salir rumbo al aeropuerto; sirve que allá fuman en el estacionamiento. “De acuerdo, dijo mi amigo”. Arreglado Matamoros, dije yo y me lancé en busca de un teléfono para llamar a un automóvil de sitio. No hubo necesidad de hacerlo pues apenas iba a descolgar la bocina del aparato dispuesto en un rincón del lobby cuando vi a un coche de alquiler que dejaba en la puerta a un pasajero. Desesperado —no se me fuera a ir— di pasos de tranco largo, pero ignoré la escalera, así que fui a dar con mi humanidad al suelo. El taxista no percibió la caída y menos se enteró de que yo lo buscaba. Por fortuna había alfombra en la escalinata y no sufrí más daño que el trauma psicológico del ridículo.
Mientras mi amigo ayudaba al bell boy a que me pusiera en pie, las señoras, muy prudentes, decidieron consultar al encargado del escritorio de recepción, éste oprimió un timbre y en dos minutos estuvo lista la Van del hotel para conducirnos a donde gustáramos. Yo gané el lugar del copiloto y las dos damas y mi amigo se apoltronaron en el asiento trasero. Todavía no cambiaba la transmisión del vehículo de primera a segunda cuando el chofer y yo escuchamos el clásico sonido de un encendedor y se nos prendió en las fosas nasales el picoso olor del humo de tres cigarrillos de diversas marcas. Estornudé tres veces consecutivas y dos estornudos más estuvieron a cargo del conductor. Nada dijo éste, pero pacientemente se limpió la nariz y esperó la oportunidad de colocar el vehículo en el carril derecho de la calzada, se estacionó y con la mayor cortesía nos advirtió: “Han de perdonar, señores, pero no se puede fumar a bordo: lo prohíbe la ley”.
“Ande ándele, señorcito, —dijo la esposa de mi amigo fumador— no se fije, haga como que trae catarro e ignórenos, Es sólo un pitillo”... “Son tres señora —respondió el chofer— y mire nomás la humareda en la cabina. Por favor apaguen sus cigarros para continuar el viaje”. Miré que mi amigo inhalaba y exhalaba volutas de humo con voluptuosa placidez, satisfaciendo su ansiedad por la nicotina y haciendo como si no supiera de la misa la mitad. La camioneta Van seguía detenida, el conductor había bajado de ella y con el celular entre oreja y boca pedía instrucciones al hotel. Finalmente y gracias a que la ansiedad de aquel trío por inhalar humo había consumido en quince fumadas los dichosos cigarrillos las señoras entreabrieron las ventanas y lanzaron las bachichas hacia fuera; hecho lo cual increparon al conductor: “¿Nos va a llevar o aquí vamos a esperar a que se nos vaya el avión”.
Lamentablemente cuando sucedió esto último ya estaba tras nuestro vehículo una patrulla de la Policía Federal de Caminos. “¿Qué sucede? Preguntó con energía. Mi amigo puso su peor cara de pánico, el chofer empezó a buscar en su portafolio los documentos de la Van y su licencia de chofer, las señoras se pusieron a chupar pastillas de menta y yo tuve que aguantarme las carcajadas que empezaban a mover mi garganta y mi tórax. “Si me hubiera reído allí mismo me habrían cafeteado o de perdida me habría sucedido un accidente digestivo”, pienso ahora. Fue entonces cuando nos apercibimos de estar estacionados en un lugar prohibido y habían tras de nosotros cuatro automóviles con choferes encolerizados y el claxon agonizante, de tanto tocarlo...
Escoltados por la patrulla regresamos al hotel, en mutismo absoluto. Nadie, ni el chofer ni los tripulantes, osamos pronunciar palabra alguna. Las señoras se bajaron deprisa y escurridas, mi amigo apretaba convulsivamente la bolsa del saco donde guardaba la cajetilla de cigarros y el mechero y yo fui a buscar refugio tras un pilar para hacer pipí y reírme a gusto mientras el oficial de la PFP redactaba la boleta de infracción contra el pobrecito chofer. Y todo sucedió por el maldito vicio...