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Y venimos a contradecir

Jorge Zepeda Patterson

Podemos esgrimir argumentos de aquí al Tricentenario y seguiríamos sin convencernos unos a otros en materia de apertura alimentaria. El problema del maíz justifica con cifras lo mismo un barrido que un regado. Cifras que moralmente invitarían a algunos a buscar la salida con un levantamiento armado y estadísticas contundentes que ruborizarían de placer al FMI o al Chase Manhattan Bank.

Tienen razón quienes afirman que el sector agropecuario ha crecido más con el TLC que sin él. En los setenta México producía alrededor de 9 millones de toneladas de maíz, hoy supera los 20 millones, prácticamente con la misma superficie dedicada a ese cultivo (7.4 millones de hectáreas). No sólo eso, en el mismo lapso, las importaciones de maíz amarillo para forrajes que propició el TLC hicieron de México el cuarto productor de huevo y pollo del mundo y el sexto de cerdo.

Pero también tienen la razón los que afirman que los cambios introducidos por el TLC hicieron del campo una fábrica de pobres y desempleados. En el sexenio de Vicente Fox, según sus propios informes de Gobierno, las personas ocupadas en el sector primario pasaron de 7.1 millones a 5.2 millones, es decir una pérdida neta de casi dos millones de empleos. Un promedio de más de 300 mil empleos perdidos por año. No es de extrañar que la cifra anual de personas que intentan entrar a Estados Unidos sea superior a 400 mil.

Las cifras de producción remiten al éxito, las cifras de población a la vergüenza. La pobreza en México es desproporcionadamente rural. Casi la mitad de la población del campo vive en la pobreza extrema, y casi 90 por ciento se encuentra debajo de la línea de pobreza moderada. Los economistas oficiales sostienen, con razón, que la miseria de los campesinos no es una creación del TLC sino un fenómeno crónico y secular. Allí estaba antes de que la filmara el Indio Fernández y la Época de Oro del cine mexicano, y allí estaba durante y después de la Revolución que se hizo en su nombre.

Pero tampoco hay duda de que el TLC ha sido el Dr Kavorkian del campesinado. Basta decir que según la Encuesta Nacional de Ingreso y Gasto de los Hogares, la pobreza rural extrema aumentó en más de un millón de personas de 2004 a 2005. El TLC disparó el crecimiento de algunos islotes vinculados a la exportación, ciertamente, pero también propició el empobrecimiento del océano campesino, incapaz de competir con el mercado externo.

El debate ha sido confuso no sólo por la “bipolaridad” de las cifras, que se presta a toda suerte de esquizofrenias, sino por la escasa autoridad de aquellos que las enuncian. La calidad moral de los líderes del PRI y de la CNC que hoy se desgarran vestiduras en defensa de los campesinos y en contra del TLC provoca resquemor. Hay escenarios de box en los que basta ver a los que están en una esquina del ring para enlistarse en automático en la esquina contraria. Salvo que al acudir a esta esquina nos encontramos a otro buen número de impresentables. De un lado Manlio Fabio, Emilio Gamboa, Porfirio Muñoz Ledo y una caterva de líderes agrarios que hoy repudian lo que ayer ellos mismos nos impusieron. Del otro, funcionarios, gobernadores y empresarios vinculados a los oasis de agricultura de exportación y a la actividad pecuaria, para quienes la miseria campesina es un efecto secundario, un daño colateral, un mal menor de la globalización. La decisión no debería tomarse por los intereses de los actores políticos que manipula en su provecho la negociación, sino por el bienestar de los actores sociales.

A mi juicio el TLC era ineludible, pero se aceptó en condiciones lamentables. México no obtuvo concesiones a pesar de que 25 millones de personas vivían en el campo y su actividad representaba 8 por ciento del PIB (hoy apenas el 3.4%). Ambas cifras eran proporcionalmente muy inferiores en Estados Unidos y en Canadá y, no obstante, ambos países conservaron políticas proteccionistas con respecto a sus agricultores. Los funcionarios mexicanos tenían argumentos de peso para haber desarrollado una especie de Plan Marshall de los tres países para conjurar el efecto devastador en un sector tan vulnerable a la apertura. Pero no les importó. Salinas y su Gabinete de Princeton y Harvard decidieron que los campesinos no cabían en el México globalizado que habían diseñado: o cambiaban o desaparecían. El TLC no fue firmado en su nombre, sino en la presunción de su futura inexistencia. Los que inundaron el Zócalo el jueves pasado no deberían existir quince años después del Tratado, pero aquí están para contradecir.

El desdén hacia el campo no ha cambiado con los gobiernos de “alternancia”. Desde el arranque del sexenio Felipe Calderón ubicó a la Secretaría de Agricultura dentro del Gabinete social, y no en el productivo. La agricultura de temporal es inventariada en los temas de pobreza mucho más que en los de crecimiento económico. No existen estrategias para hacer viable la agricultura tradicional y las economías campesinas. Los programas rurales tienen mucho más que ver con la caridad que con la eficacia productiva. Los técnicos asumen que de alguna manera todos habrán de convertirse en braceros, albañiles o simplemente tendrán el decoro de desaparecer convenientemente de la faz de la tierra. Lo cierto es que los planes de desarrollo no los contemplan.

Habría que insistir en que las decisiones económicas no pueden tomarse al margen de las personas. Los gobiernos están allí para representar los intereses de la población existente. Quizá no sea lo más rentable, desde el punto de vista estrictamente económico, el impulso de subsidios y políticas públicas para sanear la economía campesina, pero a la larga será mucho más conveniente que canalizar fortunas ingentes para paliar la pobreza y la desigualdad que deriven del desmantelamiento de la economía rural. En última instancia no es un asunto de rentabilidad sino de justicia. Son mexicanos, con toda razón exigen que su Gobierno defienda su derecho a existir.

www.jorgezepeda.net

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