En un país que se obstina en no cambiar nada, y en el que deviene tarea titánica reformar lo que sea, desde las instituciones hasta la línea defensiva de la selección nacional, resulta curioso que haya tantas calles y homenajes en honor del proceso histórico llamado comúnmente la Reforma. Más aún cuando muchos de los prohombres a quienes se les llena la boca hablando de Juárez y de esa etapa son unos reaccionarios recalcitrantes, enemigos de la inversión extranjera, la apertura al exterior y la destrucción de privilegios, corporaciones y fueros. Los liberales del Siglo XIX vomitarían sobre muchos de quienes hoy se dicen liberales del XXI, y alegando ser revolucionarios y nacionalistas defienden añejos, caducos paradigmas.
Ciertamente el introducir cambios en México es meterse en camisa de once varas y requiere de mucha paciencia, saliva y resistencia a la frustración. Por ello conviene ver cómo le hicieron hace 150 años quienes pretendían modernizar a México… a pesar de sí mismo. Como siempre.
En 1855, Antonio López de Santa Anna dejó por última vez la Presidencia del país. En los anteriores treinta años había ocupado ese cargo poco menos de siete; pero en ellos hizo casi tanto daño como el PRI en setenta, que ya es mucho decir. En su último período (1853-55) se proclamó Dictador Perpetuo y fue cayendo paulatinamente en los abismos de la enfermedad mental. Como reflejo de ello, al final simplemente aventó el arpa y se embarcó a Cuba a esperar la invención del daikirí.
Quienes lo habían apoyado en esa etapa resultaron más quemados que los que trajeron a Sven-Goran: habían sido los conservadores, los enemigos de los cambios, los que habían creído que la presencia del inefable Quince-Uñas iba a apuntalar su proyecto de nación. Les salió el tiro por la culata, dado que la errática y represiva presidencia del jalapeño los desprestigió notablemente.
Ello lo aprovecharon sus enemigos ideológicos, los liberales, que además se habían rebelado con las armas en la mano en lo que se llamó la Revolución de Ayutla; que triunfó más por los alucines de Santa Anna que por ninguna acción militar de consideración. En todo caso, el líder rebelde vencedor, Juan Álvarez, se hizo cargo de la Presidencia. Como él era un simple cacique ranchero de Guerrero, le dejó el encargo de “hacer política” a algunos connotados liberales que pensó le ayudarían: José María Iglesias, Miguel Lerdo de Tejada, Benito Juárez. Éstos eran los típicos radicales de todo-o-nada, que decidieron aprovechar la oportunidad. En unas cuantas semanas emitieron una serie de leyes que le pegaban seco-y-a-la-oreja a algunos privilegios del clero, que era su eterna bete noire, su monstrum horrendum: ésas fueron las primeras leyes de reforma. Aquello alborotó el avispero que siempre había sido la nación, y pronto Álvarez se vio sometido a un grillerío que ni entendía ni mucho menos podía controlar. Decidió que no tenía por qué soportar aquello. Renunció a la Presidencia después de nueve semanas y medio. Aguantó lo mismo que Kim Bassinger.
Lo sucedió Ignacio Comonfort, que entendía un poco más de política (o lo que en este país siempre ha pasado por política, que no es otra cosa que un entramado de intereses, envidias, traiciones y frases huecas). Éste comprendió que había que actuar más moderadamente y buscar consensos. Para ello procedió a correr del Gabinete a los elementos más alebrestados. A Juárez lo envió como presidente de la Suprema Corte, esperando haberlo descharchado… pero irónicamente, poniéndolo en la posición que lo catapultaría a la Historia. Para buscar conciliar los ánimos de la nación, convocó al Congreso Constituyente de 1856-57. Era evidente que la Carta Magna de 1824 ya no servía ni de Tela Yes.
La Constitución de 1857 fue, por supuesto, liberal. Pero no mucho. A la Iglesia y las corporaciones (entre las que se hallaban los pueblos indios, ojo) se les dejaban intactos no pocos privilegios. Los conservadores iban a tener margen de maniobra: de eso no se podían quejar. Pero los reaccionarios nunca se han caracterizado por su amplitud de miras: le declararon la guerra a la Constitución y todo el año de 1857 en diversas regiones del país estallaron rebeliones, la mayoría azuzadas por el clero, en contra de esa Carta Magna. Comonfort, electo según ese documento, pasó todo el año sofocando levantamientos. Hasta que en diciembre de 1857 se rindió: cuando se dio el enésimo alzamiento conservador, en este caso enarbolando el Plan de Tacubaya, el muy harto Comonfort se adhirió al mismo, renegando de la Constitución. Los liberales alegaron que ello no era válido, y Juárez pasó a ser el nuevo presidente… según ellos. Luego de muchas peripecias, éste terminó asentándose en Veracruz.
Los conservadores escogieron como Primer Mandatario a Félix Zuloaga y lo instalaron en Palacio Nacional. Había, pues, dos gobiernos, que procedieron a hacerse la guerra. Es la llamada de Reforma o de Tres Años (1858-60).
Fue la guerra civil más larga y cruenta del siglo XIX mexicano. Lo único bueno es que era por ideas, por proyectos de nación en los que creían quienes peleaban y morían por ellos; no por caudillejos e intereses velados, como durante la mayor parte de nuestra historia. En todo caso, mientras se desarrollaba, era evidente que se jugaba buena parte del futuro de la nación.
La de Reforma es la típica guerra en la que un bando gana todas las batallas menos las decisivas. Efectivamente: durante dos años y medio los conservadores, conducidos por quizá el mejor general mexicano del siglo XIX, Miguel Miramón, le dieron hasta por debajo de la lengua a los liberales. Veracruz fue atacado un par de veces por el Joven Macabeo, y el Gobierno de Juárez estuvo a un tris de dejar de existir. En esas condiciones, en el verano de 1859, los liberales decidieron tirarse a fondo: si ganaban esa guerra (lo que resultaba al menos dudoso), le partirían el espinazo a la Iglesia, las corporaciones y a todos sus enemigos. Con la Constitución de 1857 les habían dejado algo; si triunfaban ahora, no les dejarían nada. Para ello, se elaboró una serie de leyes (cuya promulgación se celebra en estos días) que acabarían definitivamente con el poder económico y político de la Iglesia, y pretendían terminar con esa forma de propiedad de la tierra ineficiente e improductiva, el ejido. La Iglesia perdería no sólo sus propiedades, sino su autoridad en lo relacionado a los matrimonios, los sepelios y la coerción civil para el cumplimiento de votos. La propiedad comunal sería distribuida para hacer de México un país de granjeros individuales y emprendedores como los Estados Unidos. Ésa era la tirada.
Claro que si los liberales hubieran perdido, ni quién se acordara de todo eso. Pero los liberales ganaron… ¿O no? México sigue siendo un país bastante, bastante poco liberal. Y mejor no hablemos de su clase política. Sobre todo los que se dicen de izquierda o defensores del pueblo.
Total, que cabe preguntarse qué pensarían los liberales del XIX si vieran al México del XXI. Mucho me temo… que no entenderían nada.
Consejo no pedido para que le cumplan lo que dice la epístola de Melchor Ocampo (¡Juar, juar!): Vea “Los amantes del siglo” (Les enfants du siécle, 1999), con Juliette Binoche, biografía del tormentoso amorío entre la escritora George Sand y Alfred de Musset. Ésos sí eran liberales escandalosos, para que vean. Provecho.
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