Al recibir su Premio Nobel de la Paz (ceremonia en la que se veía bastaaante incómodo), Barack Obama pronunció un discurso original y valiente (o cínico, según se vea). Original, porque en una ceremonia de esa naturaleza habló de las guerras necesarias. Hay que reconocerle que, por lo menos, no le hizo al cuento ni destiló hipocresía. Y valiente (o cínico o cara dura), porque recibió la medalla y la laniza unos días después de haber anunciado un aumento del número de tropas norteamericanas en Afganistán. No sólo eso: le había pedido a sus aliados de la OTAN que hicieran otro tanto. La estrategia es darle buenos y duros golpes a los Talibán durante un lapso corto de tiempo (año y medio, según los cálculos más optimistas), dejarle el paquete al Gobierno afgano y poner pies en polvorosa. Esa cadena de acontecimientos ya se empezó a dar en Irak, y la Administración de Obama espera que le funcione en el otro conflicto. La verdad, parece demasiado optimismo, teniendo en cuenta que ese nido de alacranes que es Afganistán está cumpliendo 30 años de haberse convertido en una jaqueca internacional.
Efectivamente, hace tres décadas el Ejército soviético entró a Afganistán, con lo que en la práctica le dio de palos a un avispero que desde entonces no se ha apaciguado. No que esa región hubiera sido muy apacible que digamos con anterioridad...
De hecho, el país mismo es una ficción creada por la realpolitik del Siglo XIX. Afganistán nació como un mal arreglo de lo que se columbraba como un peor conflicto. Y mucha gente sigue pagando el pato más de un siglo más tarde.
A fines del Siglo XIX, los intereses de dos poderosos imperios amenazaban con chocar en esa zona: el Imperio Ruso zarista desde el norte, y los británicos en el sur. Los rusos querían extender sus dominios en el centro de Asia; la pérfida Albión, defender la joya más brillante de la Corona británica, la India. Una guerra entre ambos imperios parecía inminente.
Pero prevaleció la cordura, y se llegó a un acuerdo: para separar a ambos contrincantes se crearía un país entre los dos. Es lo que en geopolítica se llama "Estado colchón" o, más higiénicamente, "Estado tampón" (buffer state). A la hora de trazar el mapa, a los burócratas de plano se les perdieron las coordenadas y, para que la separación fuera efectiva, Afganistán resultó con una especie de lengüeta, la que hoy en día separa a Tayikistán de Pakistán. Chequen un mapa y verán lo absurdo de todo el asunto.
Británicos y rusos convinieron en convertir en rey a un líder tribal (aunque no le dijeron que no se la fuera a creer) y así nació Afganistán. El problema es que ninguno de sus habitantes se sentía afgano, por una razón muy sencilla: que durante milenios nunca hubo nada parecido a una nacionalidad afgana. Lo que hoy llamamos Afganistán (con una superficie de algo así como una tercera parte de México) es un conjunto de una docena de grupos etnolingüísticos, que con frecuencia han estado peleados entre sí, y que sólo tienen en común la religión musulmana. Para fruncir lo arrugado, el principal grupo nacional, el de los pashtunes, quedó partido en dos a la hora de trazar las fronteras entre Afganistán y el Imperio Británico en la India. Así que, hasta la fecha, los miembros de ese grupo de uno y otro lado se consideran primero pashtunes y después (si acaso) afganos o pakistaníes.
Nada de este batidero le interesaba mayormente a alguien más en el mundo. Afganistán cumplió durante un siglo con su función de no ser de nadie y no meterse con nadie. Hasta que en 1973, el rey Mohammad Zahir Shah fue derrocado por un Golpe de Estado encabezado por su cuñado Mohammad Daoud y se proclamó la república. Por eso hay que fijarse en la familia política.
Daoud resultó ser el clásico chivo en cristalería, alienando a casi todos los grupos nacionales y de intereses de Afganistán. En 1978 fue derrocado y asesinado junto a la mayor parte de su familia. Tomó el poder una junta militar pro-soviética, que pensó conducir a Afganistán al socialismo en tres fáciles lecciones. Para lograrlo, atacaron al único engrudo que mantenía unido al país: la religión. De acuerdo a su visión jacobina, el Gobierno cerró mezquitas y madrasahs (escuelas coránicas), persiguió mullahs (clérigos islámicos) y repartió las tierras que controlaban. Muchos afganos vieron en todo aquello un ataque a su forma de vida y respondieron en consecuencia: lanzándose a una guerra de guerrillas en defensa del Islam, pasando a llamarse muyahidines o soldados de Dios.
Para complicar las cosas, el Gobierno socialista no las tenía todas consigo. En septiembre de 1979 el vicepresidente Hafizulla Amín mató al presidente Nur Mohammad Taraki y procedió a ocupar el poder. Poco le duró el gusto. Meses después, en diciembre, otro miembro de la Junta llamado Babrak Karmal a su vez mató a Amín y se proclamó presidente. Aquello se parecía cada vez más a la Revolución Mexicana.
Para sostenerse, Karmal apeló a un Tratado de Paz, Amistad y Buena Vecindad firmado con la URSS el año anterior e "invitó" a los soviéticos a entrar en Afganistán para "restaurar el orden". Por eso a los soviéticos siempre les cayó gordo que su presencia fuera considerada una invasión: ellos habían sido invitados. Los primeros tanques del Ejército Rojo entraron en Afganistán el 24 de diciembre de 1979, hace treinta años.
La verdad es que ellos eran los titiriteros (aunque las marionetas no eran muy obedientes, como le ocurrió a cierto tabasqueño) que halaban de los hilos en la Junta, y querían aplastar cuanto antes la rebelión de los Muyahidines. No fuera a ser que aquello les diera ideas a los musulmanes de las repúblicas soviéticas de Asia Central, que ni son rusos ni tenían muchas simpatías por Moscú. Además, ese mismo año se había proclamado la República Islámica de Irán, por lo que la URSS veía con angustia el surgimiento del fundamentalismo islámico en todo su flanco sur. Se les hizo fácil entrar a Afganistán para acabar con los revoltosos. No sabían en qué hormiguero se estaban sentando.
Se suele comparar la lucha soviética en Afganistán con la librada por los norteamericanos en Vietnam. Hay similitudes, sí, pero no tantas como mucha gente piensa. Empezando porque los Muyahidines contaban con lo que nunca tuvo el Vietcong: armamento de altísima tecnología para contrarrestar el superior poderío de fuego de los soviéticos. Proporcionado, cómo no, por la CIA, que estaba encantada de darle misiles Sidewinder a quien fuera que les disparara a los helicópteros artillados soviéticos. Uno de esos guerrilleros, particularmente apasionado en su odio a los ateos comunistas, era un tal Osama bin Laden.
A fin de cuentas, los soviéticos decidieron que no valía la pena el esfuerzo y se empezaron a retirar de Afganistán en 1988. El último soldado soviético abandonó territorio afgano en febrero de 1989: era su Comandante en Jefe, como debe ser. Ese tipo de detalles dignos son los que no han aprendido los Estados Unidos.
Y treinta años después, son soldados norteamericanos los que se hallan peleando en esa región del mundo. ¿Y saben qué? La moneda todavía está en el aire. A los soviéticos les tomó casi una década que les saliera sello. Hagan sus apuestas.
Consejo no pedido para invadir la recalentada de bacalao del vecino: Vea "Cometas en el cielo" (The Kite runner, 2007), dramón sobre la vida, la muerte y la amistad en Afganistán. Provecho.
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