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Adiós a las armas

Gilberto Serna

Se le ve bajando por la escalerilla de un helicóptero, saludando a un guardia uniformado que se le cuadra marcialmente. Un poco más atrás su esposa Laura, esboza una leve sonrisa. El gesto de George es de seriedad, quizá pensando en si la historia lo absolverá. Lleva una mano escondida en el bolsillo de su abrigo, preguntándose si Dick Cheney tuvo tiempo de firmar los contratos para la explotación de ciertos pozos petroleros. Afuera un frío vientecillo golpea su rostro. Fija su mirada en el joven marino, tratando de descubrir sus intenciones. Desde la masacre en Afganistán e Irán todo lo que se mueve enfrente lo pone nervioso. No olvida el repudio que significó el par de zapatos que le pasaron silbando por encima de su cabeza. Sus estrategas le habían asegurado que su presencia en el país bombardeado le demostraría al mundo que no había resentimientos en el mundo árabe en su contra. Maldijo ese momento. Si bien esquivó los proyectiles con rápidos movimientos, no pudo evitar que la noticia le diera la vuelta al mundo, cubriéndolo de oprobio. Desde hacía algún tiempo las cosas no le salían como hubiera deseado.

No me entienden quienes consideran que soy un mal hombre. No hice daño que fuera a perjudicar a mis compatriotas. Es verdad que he matado gente inocente, pero lo hice por la grandeza de los Estados Unidos de América, nada personal. Me acusan de ser el creador de la peor crisis económica que haya azotado al planeta. Que digan misa, yo sé que los mercados financieros apoyan mi labor, además mis cuentas bancarias están boyantes, ¿cuál crisis? Tuve al buen Dios de mi parte por que mi lucha era contra los infieles. Era la lucha de bien en contra del mal.

Nosotros éramos los buenos. Les di de comer, como nunca, a los cómicos, que hacían gracejadas con mis desatinos. Es cierto que ordené la tortura, pero debe saberse que nunca me gustó, me recordaba que cuando niño les colgaba ensartas de cuetes en la cola a los gatos del vecindario. Lo hice, lo hice por la necesidad de conservar el statu quo de los americanos. Sí tienen razón, el costo de la guerra superará los 3 billones de dólares, pero la vida en libertad de los americanos ¿acaso, no los vale?

Bien, ahora se puede observar la foto en que se ve a un ayudante que carga en su mano derecha un cuadro, lo lleva tomado del marco, teniendo al fondo las barras y las estrellas aparece la imagen de George W. Bush, que está siendo desalojado de la Casa Blanca. Ya no es el Presidente; si no fuera por la Suprema Corte jamás lo hubiera sido. Durante largos ocho años se sintió el rey de todo el mundo. Amenazaba a propios y extraños: el que no está conmigo, está en contra mía. Se sentía un John Wayne, actor de películas de vaqueros, listo para desenfundar su revólver al primero que lo mirara feo, un verdadero picapleitos de cantina. Los días en su rancho de Crowford le parecerán lentos y desesperantes. Se sentará en su mecedora justo frente a un ventanal que da al jardín donde en las noches verá sombras con tranchetes* en cada árbol. Con el oído atento escuchará los gritos de su conciencia, que no le reclamará por el daño que hizo a niños mujeres y ancianos inocentes, sólo lo enterarán de que es mortal.

Cuán breve es la vida de un ser humano frente a la eternidad. Los minutos transcurren con languidez. Él está seguro de haber hecho lo que tenía que hacer. Es cierto que nunca tomó en serio su papel; le pareció un juego que le divertía enormemente. Le gustaba ver las filmaciones de cuando caían en tierra las bombas que en racimos lanzaban sus bombarderos. Se emocionaba al contemplar la destrucción de casas de adobe. Sus servicios de Inteligencia, que miraron hacia otro lado cuando se preparaba el robo de aviones que tumbarían las torres gemelas, lo tenían al tanto de los movimientos de sus enemigos.

Los años que aún vivirá no le darán gran espacio para pasear. Tendrá su rancho como virtual prisión. Lo que hace cualquier ciudadano, de pasear una tarde por entre la gente que va de compras al mall, le estará prohibido por seguridad. No podrá viajar al extranjero sin dejar de sentir que un sudor frío le escurre por la espalda; además, qué caso tiene, ningún mandatario que se respete lo recibirá. En algún momento su corazón dejará de latir. Su alma será enjuiciada por un supremo tribunal al que no podrá hacerle trampa, ni podrá engañar.

Tranchete*: del francés tranchet, que significa: cuchilla de zapatero.

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