En esta fecha, los mexicanos que nos dedicamos a emborronar cuartillas (aunque ahora más bien saturamos chips o RAM’s o vaya uno a saber qué cosa de estas máquinas del demonio) siempre nos vemos tentados a recordar a los caídos de Tlatelolco, intentar llamar a cuentas a un paranoico senil que vive en San Jerónimo y congratularnos de lo mucho que hemos avanzado desde aquella tarde en la Plaza de las Tres Culturas. Pero ¿saben qué? La verdad, me da flojera. Una flojera infinita. Y creo que muchos tenemos razón de sentirnos fatigados por el ir y venir de las crónicas, los simbolismos y el huateque del 68. Mejor dicho, tenemos razones, al menos dos muy poderosas.
La primera es que nadie, ni autoridades ni quienes se la han pasado lucrando con las memorias de aquellas tardes (para ellos) gloriosas, ha hecho el menor intento por investigar qué rayos pasó. Es mejor dejar que se siga repitiendo la consigna del ejército asesino, el tirano sanguinario y dientón, y los inocentes estudiantes masacrados. Cualquier mirada mínimamente objetiva y racional concluirá que todo ello es un mito, que lo ocurrido fue mucho más complejo que eso y que sigue habiendo muchos puntos oscuros en todo el asunto. Pero nadie quiere entrarle a lo más elemental: encontrar la verdad, sin ornamentos ni glorificaciones. Simplemente la verdad.
La segunda es que seguir hablando de Tlatelolco cuarenta y un años después es como hablar de la prehistoria, y sólo sirve para legitimar a los vividores que todavía usan su participación (real o ficticia) en aquellos hechos para seguir mamando del presupuesto, lograr cuotas electorales en sus partidos y hacerse los mártires de la democracia. Si no han querido o sabido o podido explicarnos, con pelos y señales, qué pasó (y no sólo del lado del Gobierno, sino también del movimiento), la verdad, ya no tenemos la paciencia ni el estómago para oírlos.
Por ello, hoy mejor nos abocaremos a la partida de un ser humano que, sin querer queriendo, se convirtió en un ícono de la cultura popular. A los 46 años de edad, víctima del lupus, este lunes murió en la Gran Bretaña Lucy Vodden.
Quien hace mucho, mucho tiempo, en una galaxia muy lejana, estando en el kínder a los tres años, tenía como compañerito de salón a un tal Julian Lennon, hijo de ya saben quién. Un día, como todo niño de esa edad, Julian hizo un dibujo lleno de colores, figuras y garabatos. Al verlo, su padre John Lennon (como lo hacen todos los padres) le preguntó qué era aquello. Y Julian contestó, en referencia a su amiguita: “Es Lucy en el cielo con diamantes” (Lucy in the Sky with Diamonds). Sí, el chiquillo era igual de alucinado que su papá.
El caso es que a Lennon le encantó la frase, y tejió alrededor de ella una de las canciones icónicas de la psicodelia, y una de las rolas más hermosas de los Beatles. Que de inmediato tuvo mala fama: según las malas lenguas, era un homenaje a la droga cuyas iniciales eran LSD… las mismas que el título. Y aunque Lennon explicó varias veces el origen del mismo, el mito persistió.
La niña creció, se casó, tuvo hijos, pero hace unos años se le manifestó una enfermedad cruel: el lupus. Al enterarse, Julian la visitó y le mostró su apoyo. A fin de cuentas, Lucy pereció hace unos días, víctima de ese insidioso mal.
Esperamos, pues, que ahora sí Lucy esté en el cielo con diamantes.