EDITORIAL Caricatura editorial columnas editorial

Altar de muertos

ADELA CELORIO

Ahora tocó recordar y venerar a nuestros muertos, pero fuimos los vivos los que en lugar de ir a los panteones, nos fuimos al Centro Histórico de esta capital para disfrutar de las calles, floridas de cempasúchiles y de las miles de veladoras que decoraron las ofrendas expuestas en museos, comercios y calles; que convertidas temporalmente en peatonales, se poblaron de chiquillos que con calabazas de plástico en la mano pedían su jalogüín. Aquello era una divertida mezcolanza de calaveritas y calabazas, Morticias y elegantes Catrinas que paseaban del brazo de imaginativas versiones de Michel Jackson. Diablitos con sus cuernos muy prendidos, vampiros y brujas, KingKones, magos; y no entendí por qué, pero abundaban las jovencitas en traje de novia. ¿Irían a casarse en una boda macabra y multitudinaria?

Total que por acá, cada quien festejó lo que quiso y como quiso; que al fin para celebrar, cualquier pretexto es bueno, especialmente ahora que tenemos tan pocos motivos para reír porque el Gobierno de esta capital es incapaz de proveernos seguridad, y los ciudadanos vivimos con miedo. Menos mal que nuestro jefe de Gobierno nos procura circo y diversión por todos los medios a su alcance, aunque con circo y todo, es inevitable que durante esos días nos invada la melancolía y levantemos un altar a aquellas muertes que nos han marcado.

Mi primer encuentro cercano con la muerte, fue un patito amarillo y suave como una mota, que amaneció tieso al día siguiente de que me lo regalara papá. Yo tenía cinco años y era un charquito de lágrimas y mocos cuando mi papi propuso hacerle un funeral. Una vez enterrado el animalito en un rincón del jardín y para darle solemnidad al acto, papá encendió un cerillo y rezó en voz alta: Jesús de Veracruz, que este pato se vaya al cielo de los patos, Amén. Más adelante murió mi abuelo materno, y mientras se rezaba un solemnísimo rosario, yo sufrí un severo ataque de risa, tan contagiosa que todos acabaron llorando, pero de risa; todavía me siento culpable.

En el camino del tiempo me han impactado las muertes de John F. Kennedy y de Juan XXIII, de Julio Cortázar, y años más tarde de Jaime Sabines. En ese ínter murió también mi padre. Las imágenes de la caída de las Torres Gemelas y el horror del Tsunami, todavía me provocan ataques de ansiedad. La ausencia de algunos de mis amigos más entrañables, ha desamueblado mi alma. Me escandaliza la muerte de tantas jóvenes que por el sólo hecho de ser mujeres han sido asesinadas en Ciudad Juárez, y desde luego me rebasa cada mañana la guerra contra el narco; ese cruel moridero de justos y pecadores. Lo sé, lo sé, vivimos en tiempos de aflicción, y como si algo nos faltara para engrosar las filas de la muerte, la influenza con la guadaña en el hombro, espera tras la puerta para recoger su cosecha invernal.

Se puede decir que por muertes no he parado, y sin embargo, fue hasta una mañana de Navidad, que entre sedosos moños de regalo y olores a pino y a fiesta, la muerte me mostró su verdadera cara. Ese día conocí la oscuridad. Pensé entonces que había consumido mi dosis completa de dolor. No fue así, porque una vez aprendido el camino de mi casa, años después y sólo para demostrarme de lo que es capaz, la muerte repitió su hazaña. Desde entonces, mi odisea de cada día, comienza cuando al despertar me vuelvo a dar la noticia: soy una madre despojada... y tengo que vivir con eso.

Leer más de EDITORIAL

Escrito en:

Comentar esta noticia -

Noticias relacionadas

Siglo Plus

+ Más leídas de EDITORIAL

LECTURAS ANTERIORES

Fotografías más vistas

Videos más vistos semana

Clasificados

ID: 475734

elsiglo.mx