Fascinar es embrujar. El hombre que nos visitó es un brujo. Hechiza con su trote, con sus gestos, con sus palabras. Si cautiva es porque atrapa, porque altera el juicio. Barack Obama cosecha fervor, embeleso, adulación. Su magia está en la combinación de opuestos. Mezcla de ambición y realismo, en primer lugar. Reivindicación de que la política puede volver a ser poder. En tiempos en que los gobiernos parecen entidades inermes, Obama recupera para la política una esperanza de energía, de capacidad transformadora.
Pero su recuperación de la palanca gobernante no es ilusa sino cautelosa. A cada apuesta la acompaña alguna reserva. A un costado del afán, una reflexión sobre dificultades, tardanzas, costos. Mezcla también de modestia y seguridad. El nuevo presidente de los Estados Unidos no pontifica, no amenaza. No enseña los dientes. El contraste con su antecesor no podría ser más grande.
Obama ha entrenado su modestia con múltiples fórmulas: vengo a aprender, quiero escuchar. Lo dice de muchas maneras, pero con el mismo tono de moderación, con un enfático repudio de arrogancia. La modestia no es, sin embargo, apocamiento. Por el contrario, es signo de seguridad, de fuerza. En él se mezclan, por último, el pragmatismo con la elocuencia. Un extraordinario talento para la comunicación simbólica que no distrae al ingeniero de los detalles.
Pero algo sabemos ya de la política de Obama que nos permitiría ir más allá de la fascinación. La Presidencia de Obama es aún muy joven, pero ya hay indicios de un estilo, de una manera de gobernar que cultiva ese misterioso arte de las combinaciones. La Presidencia está en fase experimental: intenta y mide, prueba y modifica su actuación. Empecemos por los tropiezos. La formación de su equipo de trabajo fue torpe. No logró integrar su Gabinete con la velocidad y la transparencia que se esperaba. Pero hay que decir que no se empeñó en defender lo indefendible y asumió públicamente la responsabilidad de sus errores. Su estrategia ha recibido heladas cubetadas de realidad. Buscó trascender las barreras tradicionales de los partidos y encabezar un Gobierno de amplia base política. La idea, como era imaginable, no despegó. Los partidos no se rindieron ante el encantador de Chicago y continuaron defendiendo su parcela. Para decepción de Obama, votaciones cruciales en el Congreso siguieron la línea acostumbrada de las identidades partidistas.
No son pocos los asuntos en donde puede percibirse la resignación del pragmático que está dispuesto a relegar sus ideales. Aquel político que denunciaba los intereses que habían secuestrado a Washington se ha visto forzado a negociar con ellos, aquel candidato que rechazaba enérgicamente la política exterior de George W. Bush ha continuado sus batallas. Ha cambiado, eso sí, el tono. La agresividad unilateral ha terminado, dando paso a un discurso de cordialidad que busca alianzas. Ha enviado mensajes de diálogo sin excluir a los enemigos más viejos. En todo caso, el reformista lidia como puede con las restricciones del entorno sin cerrar los ojos a la realidad. Unos admiran su capacidad para adaptarse, otros lamentan su facilidad para abandonar sus propósitos.
El político pragmático que reconoce restricciones y se adapta a las circunstancias no se ha vuelto, en modo alguno, un político inocuo. No baja los brazos asumiendo que la tarea es imposible. La gravedad de la crisis para él no ha sido impulso para la timidez, sino para la audacia. Ahí está el rasgo más sugerente de su política: mientras las dificultades son, entre nosotros, recetas para la inacción, justificaciones para la pequeña política, el presidente de los Estados Unidos, vincula el aprieto con la audacia, el lance, la ambición. La voluntad política en México se ha desacreditado como impotente, como estéril expresión del capricho impráctico. Barack Obama ha restituido al espacio de la política la voluntad como chispa de la acción eficaz si es que encuentra inteligencia y prudencia. Los hábitos no son venerados como territorios sagrados, intocables. Está empeñado en demostrar que las viejas inercias pueden terminar si hay la determinación para concluirlas.
El brujo parece, sin embargo, atrapado por su propia hechicería. Le gusta dar buenos discursos, sabe qué decirle a cada quien, busca el aplauso-y lo consigue. Aún le falta demostrar el arresto para una batalla franca y riesgosa. El cortejo de todos no puede prolongarse indefinidamente. Si su arte combinatorio quiere darle eficacia al embrujo tendrá que elegir batallas y ganarlas. A México vino para decir lo que la gente quería escuchar. No se comprometió a nada y aún así todo el país quedó encantado con él.