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Audacia y miopía

JESÚS SILVA-HERZOG MÁRQUEZ

Le sienta bien la Oposición al PAN. Se le nota tan suelto practicando el antagonismo como incómodo al gobernar. Tal parece que le molesta la responsabilidad, le fastidia la carga de la decisión. El Gobierno distrae al panista tradicional de sus negocios, aunque a veces pueda llevarle buenos asuntos a su despacho. Acción Nacional ha concluido que el realismo es aceptación de su impotencia. Pero, eso sí, ha aprendido a impedir que otros ganen elecciones. No ha demostrado hasta el momento para qué quiere ganarlas, pero sabe cómo se compite, cómo se define ventajosamente el meollo de una elección, cómo se esconden las flaquezas propias y de qué manera se puede explotar los problemas del adversario. Vale decir que es el equipo más profesional en el tablero electoral. Lo prueba el hecho de que, tras el arranque de la campaña de este año el debate es la estrategia panista, no la pereza inercial del PRI ni la insípida campaña perredista.

El PAN recupera vida en campaña. Lo notable es que la vitalidad recobrada no se alimenta de orgullos como Gobierno sino de las nostalgias de opositor. Acción Nacional sigue haciendo campaña como si fuera un partido marginal que enfrenta a un partido de Estado. Por eso pretende que esta campaña gire alrededor de su obsesión: la quintaesencia inmoral del priismo. El PAN, como si fuera una organización diminuta empeñada en limpiar la mugre que deshorna a la patria, invoca el ur-priismo: el PRI como una sustancia irremediablemente corrupta, mafiosa, autoritaria. Sea cual sea su sitio en el régimen político, sean quienes sean sus dirigentes, el PRI es para los panistas la misma bruja de siempre y el PAN, para los panistas, la señorita del coro cantando el himno del Bien Común; la doncella que no puede ser feliz porque el ogro de su cuento se lo impide. Con toda su agresividad, la estrategia panista es una confesión ostentosa: el partido en el Gobierno no presume su administración: se precia de no ser el PRI.

Con todo, vale decir que la estrategia panista parte de un diagnóstico certero: su adversario histórico perdió la Presidencia en 2000, pero no ha hecho reforma alguna, no ha impulsado ninguna renovación de sus liderazgos, no ha hecho autocrítica, no se ha apartado de sus aliados ignominiosos. Y a pesar de todo ello, el PRI se levanta y avanza. Hace unas semanas se comentaba por todos lados el ascenso del priismo y la sorprendente rehabilitación de su imagen. Se vaticinaba el retorno. En medio de una dura crisis económica, con adversarios debilitados, el partido de la experiencia caminaba hacia la elección de 2009 con seguridad. Las cosas han cambiado en las últimas horas. El embate panista ha zarandeado los olvidos. El cúmulo de asociaciones negativas que se ligaban al PRI y que empezaban a diluirse, regresa a la mente de los electores como resultado de una campaña ruda y ocurrente. La pregunta es si esta elección puede dejar de ser un veredicto sobre la mediocridad panista para convertirse en la reiteración del castigo a un partido que hace ocho años soltó las riendas del Gobierno y que, es minoría desde hace más de una década.

Hay indicios de que el arresto panista despegó. Si vuela dependerá de la capacidad del adversario para responder. La campaña de la provocación habrá desenterrado memorias en los electores, pero no podrá ocultar la responsabilidad presente de las administraciones panistas. La estrategia del contraste no tiene en esta ocasión un resultado evidente. No se trata ya de comparar el hartazgo de un régimen cansado con la fresca esperanza de un cambio. Los panistas tendrán que rendir cuenta de sus gobiernos. A eso deberá dedicarse el PRI en los próximos días, si es que ese partido tiene algún reflejo-cosa de la que no tenemos, por cierto, evidencia alguna. No debería ser complicado escapar el humo que el PAN arroja para ocultar su desempeño como Gobierno.

Pero la discusión de la campaña ofensiva no debe limitarse a la evaluación de su eficacia electoral. Debe discutirse también su legalidad y su efecto post electoral. Los partidos impulsaron una reforma que enfatizaba una prohibición previa. Ahora la misma Constitución prohíbe la denigración del adversario. Discrepo del sentido de la reforma, pero no puedo ignorar que es ley. Los partidos deben abstenerse de denigrar a sus adversarios. Estoy convencido de que esta disposición debe interpretarse de la manera más flexible posible para permitir debate y contraste. Pero en algún lugar debe trazarse la línea de lo constitucionalmente permisible. La imputación de que un partido político nacional es una organización criminal cruza, sin duda, esa raya. Me parecen deseables las discusiones vehementes y los enfrentamientos entre políticos. Pero, si la Constitución ha de mandar, hay que reconocer que esos enfrentamientos tienen un cerco. ¿Es obligatoria íntegramente la Constitución para los panistas? ¿O lo es solamente en los fragmentos que les agrada?

Y más allá de la legalidad, es pertinente hablar de las consecuencias de la estrategia electoral. Bien saben los panistas gracias a su estrecha cercanía con la derecha española que hay asuntos que deben excluirse de la batalla electoral, aunque en el corto plazo puedan llegar a ser redituables.

La lucha contra el terrorismo, asunto de Estado, ha de quedar fuera de la confrontación entre los partidos. Nuestra lucha contra el crimen organizado implicaría un compromiso idéntico. Lanzar la acusación genérica de que un partido nacional es narco es una irresponsabilidad monstruosa que se revertirá contra un Gobierno que ha hecho de esa lucha su misión histórica. La audacia del PAN no oculta su miopía.

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