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Autocrítica y legado presidencial

JESÚS SILVA-HERZOG MÁRQUEZ

A mitad del camino, el presidente Calderón busca un nuevo comienzo. Por lo menos, eso es lo que sugiere su discurso reciente. En su informe de medio ciclo no se detuvo en la descripción de las plagas que han azotado su Gobierno ni en el recuento de lo hecho. El presidente Calderón se distanció del presidente que ha sido. Decretó el agotamiento de su estrategia inicial y defendió la necesidad de un cambio sustancial. En la superficie fue una invitación a acelerar el paso y a profundizar las acciones de la primera mitad del Gobierno. En el fondo fue el reconocimiento de que la estrategia inicial es ya inservible. Naturalmente, no confesó error, pero advirtió con todas sus letras la obsolescencia de su práctica inicial. Escuchamos así, el extraño espectáculo de la autocrítica presidencial. La práctica no es frecuente en el mundo político. En los otros, tampoco. Pero eso fue lo que presenciamos hace unos días: el presidente de México reconoció ante el país que sus conquistas son nimias, que los logros palidecen frente a las adversidades.

Durante tres años, el Gobierno Federal ha hablado de las crisis que llegaron de antes y de fuera. Esa era su cantaleta: a la desgracia priista se sumó la incompetencia de Fox. Nosotros íbamos bien, pero llegó un huracán de fuera. El exterior y el pasado como culpables de las desgracias nacionales. Ahora el presidente asume su parte. Creyó en las ventajas de un reformismo tímido que permitiera la reconciliación y que enderezara poco a poco el rumbo. Hoy nos dice que esa estrategia resulta inviable. Seguir con ese paso significaría resignarse a la decadencia. La autocrítica presidencial toca el centro de su política, esa filosofía de gobernar que es hija del derrotismo y que vendió como la sensatez de lo posible. En efecto, esa ha sido la línea central de su estrategia: borrar de la imaginación gubernativa todo aquello que algún interés relevante proclame intocable. El presidente parece reconocer la infecundidad de esta concepción o, por lo menos, su desgaste definitivo. De ahí que su autocrítica conduzca a la reinvindicación del arrojo. Dejar atrás la mediocridad de las reformas posibles y asumir el riesgo de las reformas profundas y necesarias.

El giro es sorprendente. Calderón no corrió durante tres años. Tampoco aprendió a caminar. Inseguro hasta de sus piernas, gateó lentamente apoyado en sus manos y en las rodillas de otros. Calderón llevó el sentido de la prudencia al extremo de la dejadez. Ahora ese mismo político nos anuncia que ha resuelto dejar de gatear para dar un gran salto y dar diez vueltas en el aire. Se ha comprometido a impulsar reformas complejas que afectarán intereses intocados; promoverá cambios que vulneran viejos equilibrios; propondrá innovaciones que romperían rutinas. El presidente espantadizo parece asumir los riesgos de encabezar a las fuerzas políticas, de definir el rumbo, de forzar los plazos.

Ha querido, sobre todo, recuperar iniciativa. Frente a la perspectiva de su trivialización, el presidente ha querido recuperar el mando de la agenda pública. El riesgo que corre es, en efecto, convertirse en figura decorativa, el coordinador de los festejos estatales. Por ello el gesto del 1º de septiembre destila la ansiedad de un drama personal: un grito para impedir la intrascendencia. El abanico de sus prioridades es razonable, ambicioso, extenso y ambiguo. Un amplio arco de pendientes para la modernización de México. Por primera vez, desde que asumió la Presidencia, Calderón pinta la tarea de gobernar como un combate. En su listado se vislumbran, ahora sí, enemigos. Había defendido antes una noción consensualista del oficio. Estuvo siempre dispuesto a preferir malas negociaciones a buenos pleitos. Ahora asume el imperativo de combatir intereses creados y romper inercias. Creo escuchar en su discurso que, sin pleito no habrá cambios reales. Esta voz es nueva en Felipe Calderón.

El salto a la audacia se mantiene al momento como malabarismo retórico. La valentía descubierta ha quedado en el tono. Necesita condensarse en acciones muy pronto para no quedar en ocurrencia de discurso septembrino. En las próximas semanas veremos si la autocrítica reencauza realmente al Gobierno y si, efectivamente, hay determinación e inteligencia para impulsar las reformas necesarias. Lo comprobaremos si recompone su equipo con nuevos criterios; lo constataremos en las propuestas que se disponga a pelear; en la determinación que muestre para imponerse sobre las resistencias. El abanico de sus diez puntos no servirá, ni para hacer aire, si no se concreta en iniciativas y definiciones concretas.

En su discurso del miércoles, el presidente trazó por fin la silueta de una ambición. Diez propósitos que servirán para evaluar su legado. En tres años revisaremos estos puntos para apreciar la contribución histórica del segundo Gobierno panista. ¿Podrá darle esta misión una segunda vida al presidente? Lo sabremos pronto.

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