"Hace mucho que no nos visita un presidente norteamericano fuera de serie. Lástima que hoy las razones y condiciones no sean las mejores"
Lorenzo Meyer
El inesperado anuncio de que el nuevo presidente norteamericano, Barack Obama, ocupado como está en resolver la enorme crisis de su economía, se dará tiempo para visitar a nuestro país el mes próximo debería ser, en principio, una buena noticia, por la alta calidad del personaje y de su proyecto de Gobierno. Sin embargo, el motivo de fondo de esa cortesía no es otro que tratar de hacer frente a los efectos de la mala calidad del actual tiempo mexicano.
La economía mexicana no sólo está en una situación tan problemática como la norteamericana -desde 1983 su crecimiento real promedio es cercano a cero-, sino que la fuerza del crimen organizado mexicano ha crecido de tal manera que ha sobresaltado a las autoridades norteamericanas, pues la inseguridad en México es percibida en Estados Unidos como un problema que afecta a su propia seguridad. Es por eso que la visita de Obama y sus colaboradores -la secretaria de Estado, la secretaria de Seguridad Interna, el procurador general- tiene poco quéver con cortesías y mucho con alarma.
Las visitas de presidentes norteamericanos a México se iniciaron con la muy breve de William Howard Taft a Porfirio Díaz en Ciudad Juárez en 1908. Poco sabemos de la parte medular de la reunión de esos mandatarios, pero todo indica que la forma fue la sustancia pues no había entonces grandes problemas entre los dos países. Pasarían 35 años antes de la siguiente visita que hasta ahora ha sido la mejor por la calidad del visitante y del ambiente político en que tuvo lugar.
La reunión Manuel Ávila Camacho-Franklin Roosevelt en abril de 1943, en Monterrey, se dio cuando el mundo estaba inmerso en el gran drama de la Segunda Guerra Mundial. Para entonces, la política de "Buena Vecindad" enunciada por Roosevelt para América Latina llevaba ya diez años y había dado frutos muy positivos, especialmente el compromiso de Washington de guiarse por el "principio de no-intervención" en su relación con Latinoamérica. Este principio, centro de la política exterior de México, fue puesto a prueba con éxito cuando el presidente Lázaro Cárdenas nacionalizó los intereses petroleros norteamericanos en 1938. Por otra parte, los dos planes sexenales que habían dado sentido a la acción del Gobierno mexicano a partir de 1934 habían sido equiparados por los propios funcionarios norteamericanos al "Nuevo Trato" de Roosevelt, con lo cual los proyectos nacionales de México y Estados Unidos parecieron convergir como nunca antes o después.
Para 1943 México y Estados Unidos, por primera y única vez, habían forjado una asociación formal y efectiva de carácter económico, militar, laboral e ideológica contra un enemigo común -la Alemania nacional-socialista y sus aliados- y México esperaba que esa alianza se mantuviera cuando volviera la paz. Y es que México asumió que la visita de Roosevelt había puesto el sello de una "relación especial" entre los vecinos y que se mantendría en el futuro. Ese optimismo mexicano no sobreviviría a la muerte de Roosevelt.
A partir de la visita de Harry S. Truman a Miguel Alemán en la Ciudad de México en 1947, las visitas mutuas de los presidentes mexicano y norteamericano se convirtieron en rutina. En más de una ocasión, ese encuentro se regateó para presionar a México, como fue el caso de un Ike Eisenhower, molesto con un Ruiz Cortines que por un tiempo osó mostrarse partidario de limitar la inversión externa y renuente a dar su apoyo a la política norteamericana en contra de los gobiernos reformistas de Guatemala que, a ojos de Washington, eran inaceptablemente izquierdistas (véase sobre el tema el memorándum de Holland a secretario de Estado, del 4 de enero de 1955).
Posiblemente la única visita de un mandatario norteamericano que despertó genuino interés entre el público mexicano fue la de John F. Kennedy y su esposa en 1962; y esa fascinación se debió más al atractivo mediático de la pareja y a su catolicismo que a razones políticas de fondo.
El presidente norteamericano que nos visitará el mes entrante es ya un personaje fuera de serie y que debería ser objeto de un genuino recibimiento popular, aunque está por verse si el humor del público y las autoridades mexicanas lo propician.
Obama simboliza, en primer lugar, una gran victoria sobre la cultura racista que históricamente ha dominado a Estados Unidos y que ha tenido efectos muy negativos no sólo para los afroamericanos sino también para los mexicanos y mexicano-americanos en Estados Unidos. Políticamente, el actual presidente de ese país es portador de valores políticos que se echan de menos en México. Su campaña primero y sus acciones después, enfatizan su voluntad de sustituir al Estado neoliberal por uno que asuma como responsabilidad directa e irrenunciable el dar forma a una estructura social menos inequitativa, que provea de asistencia médica a todos los ciudadanos, que imparta una educación pública de calidad y que defienda con efectividad al medio ambiente.
En la práctica, Obama parece dispuesto a ir con todo el poder del Estado para intervenir y reformar una economía que está en crisis por haber dejado durante decenios las grandes decisiones a la supuesta "mano invisible del mercado", pero que, en realidad, fue la excusa de la clase política para facilitar la acumulación desaforada e irresponsable de ganancias privadas en pocas manos y a costa del interés de la mayoría.
El presidente Obama es portador del espíritu que animó hace más de setenta años a Franklin D. Roosevelt y a su "Nuevo Trato para el Pueblo Norteamericano". Sin embargo, Obama no viene a subrayar una hipotética identificación de su política de cambio con la dominante en nuestro país. El mandatario norteamericano no tuvo dificultad en encontrar coincidencias de visión política con el presidente Lula de Brasil, pero no tiene posibilidades de hacer lo mismo con el de México. En el contexto norteamericano, Obama se sitúa en el centro izquierda en tanto que Felipe Calderón -quien durante la campaña electoral en Estados Unidos mostró su preferencia por el adversario de Obama, John McCain- está perfectamente ubicado en la derecha del espectro político. En fin, que los valores, proyectos y estilos de ambos son diferentes, casi antitéticos.
Obama viene a México impulsado por la conciencia de que Estados Unidos no puede soslayar por más tiempo que el país vecino del sur está sometido a los efectos de una crisis múltiple -económica, social y de seguridad- que pone en peligro su estabilidad. Y en Washington se sabe que esa estabilidad es parte de la propia seguridad norteamericana. Apoyar a México en contra del crimen organizado es, por tanto, actuar también en defensa del interés norteamericano. Además y finalmente, si las instituciones mexicanas de seguridad y procuración de justicia están hoy en una situación tan comprometida, se debe en buena medida a que el crimen organizado al sur del Bravo obtiene sus recursos económicos principalmente de sus transacciones en el enorme mercado de drogas que se ha desarrollado al norte de ese río y que se abastece de armas en las armerías que operan casi sin control en el lado norteamericano de la frontera. Si hay un área en donde Estados Unidos es corresponsable directo de los problemas mexicanos, es en el área del narcotráfico y hace ya tiempo que se requería ahí de una acción conjunta y efectiva.
Hoy pareciera que es real la voluntad de los funcionarios norteamericanos de atacar a los cárteles mexicanos que ya tienen bases en 230 ciudades norteamericanas -hace tres años eran apenas cien-, al menos eso se puede inferir del comunicado emitido por la Casa Blanca el día 24 tras una comparecencia ante la prensa de la secretaria de Seguridad Interna, Janet Napolitano y de dos funcionarios del Departamento de Estado y la Procuraduría General. El documento propone una política que incluya todos los elementos del complejo problema de narcotráfico: intercepción, "lavado" de dinero, tráfico de armas, consumo. Sin embargo, si tras cien años de lucha internacional contra las drogas no se ha logrado erradicar el mal ¿podrán México y Estados Unidos encontrar ahora la solución? Probablemente no. En el mejor de los casos quizá logren frenar la expansión del crimen organizado mexicano, pero mientras no den solución al consumo no habrá respuesta efectiva.
En fin, esperemos que en el futuro y en condiciones más propicias podamos recibir al presidente Obama y abordar con él ya no una crisis de seguridad sino su gran proyecto para dar forma a un nuevo tipo de sociedades nacionales más equitativas y a relaciones internacionales más justas.