Arranca el año plagado de desafíos. Los hay de toda índole –sociales, económicos, criminales, electorales y, desde luego, políticos– y cualquier descuido, error o resbalón en uno de ellos puede colapsar al resto, colocando al país en una situación todavía más difícil, por no decir, crítica.
Si bien, por sí solo, cada uno de esos desafíos exige enorme voluntad y talento para remontarlo, parte de su complicación deriva del deterioro y denigración que la política sufre desde hace años. Más de una vez, el desencuentro y la mezquindad han sustituido al encuentro y la generosidad política.
De ahí que, frente a la adversidad y la incertidumbre, no esté de más formular buenos buenos.
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Uno. Tomar decisiones antes de que las circunstancias exijan reacciones.
Salvo contadas excepciones, los gobiernos han tenido un carácter reactivo más que proactivo. Reducen su razón de ser a la administración de los problemas, no al gobierno de su solución. Frecuentemente detectan el problema en ciernes, pero porque la circunstancia no es la ideal o porque los intereses creados complican el cuadro o, bien, porque se pierde la concentración y la atención sobre el asunto, reaccionan cuando ya es tarde. Su actuación o acción queda, entonces, como algo coyuntural o como un paliativo frente a los efectos del problema, perdiendo la oportunidad de darle perspectiva a la solución.
Los jefes del Ejecutivo que han trascendido, con y sin el justo reconocimiento, son quienes emprenden acciones antes de que la sociedad o la realidad se los exija. Los índices de popularidad y aceptación no necesariamente han guiado su conducta.
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Dos. Suscribir alianzas con una perspectiva superior a la coyuntura o a la próxima elección.
Sin partidos sólidos y sin capacidad ni voluntad para fincar el respaldo en la sociedad, a los gobiernos y a los mismos partidos les ha resultado fácil entablar alianzas coyunturales con fuerzas, grupos u organizaciones que, a la postre, maniatan su actuación o terminan por exigirles privilegios o prerrogativas que, en el fondo, los debilitan en lugar de fortalecerlos. En el ámbito gubernamental ese recurso ha provocado que los aliados, en ocasiones verdaderas lacras, se constituyan en el retén para impulsar el desarrollo económico o social; en el ámbito partidista, el recurso ha provocado una pluralidad ficticia con políticos inventados, chatarra o reciclados que elevan el costo de la democracia sin mejorar su calidad.
El Gobierno y los partidos deberían voltear más a la sociedad para fincar ahí su fortaleza y legitimidad, y salir así del vicio de dar vida a quienes no la tienen o de establecer alianzas con quienes estorban el desarrollo nacional.
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Tres. Enmendar el error, en lugar de aferrarse a él bajo la creencia de que corregir es muestra de debilidad o inseguridad.
Los gobernantes tienen, por lo general, claridad del yerro cometido al nombrar a tal o cual colaborador. Lo saben, pero lo sostienen porque, desde su perspectiva, removerlo es muestra de debilidad o de inseguridad. Ese vicio empeora cuando, público y criticado el error del nombramiento, el gobernante se enconcha en el principio, si lo es, de que las decisiones o los cambios nunca deben tomarse ni ejecutarse “bajo presión”. Increíblemente, prefieren que empeoren los problemas donde el colaborador está involucrado antes de proceder a su remoción o despido.
Una y otra vez, en éste y en anteriores gobiernos se ha visto eso: el colaborador no da una, pero se le sostiene en el puesto aunque se eleve el costo del error de su nombramiento. Así, el error original se agranda y, lo peor, las consecuencias se dejan recaer invariablemente sobre la sociedad.
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Cuatro. Reivindicar el valor de la representatividad y salir, hasta donde se pueda, del sistema de cuotas.
Desde hace años, las dirigencias partidistas han hecho de la selección de candidatos un ejercicio donde los grupos o las corrientes de sus partidos o los intereses ajenos, pero cercanos a ellos pujan por los cargos de elección. Así, las campañas se han convertido en un asunto de mercadotecnia donde la hazaña consiste en acreditar a tal o cual candidato, aunque sus presuntos representados lo desconozcan en más de un sentido. Luego, ya en el cargo de representación, ese representante responde exclusivamente a la esfera de su grupo o interés.
Si los partidos insisten en postular a candidatos que poco tienen que ver con quienes van a representar, la distancia entre los partidos y la sociedad será un abismo.
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Cinco. Asumir que aunque la conseja recomienda lo contrario, a veces “un mal arreglo”... es un mal arreglo y no evita el pleito.
Desde hace tiempo se ha visto cómo asuntos del interés general sucumben ante el interés particular y se ha visto también cómo mandatarios estatales insostenibles se les deja en su lugar para, en la lógica del “mal arreglo”, evitar problemas que a la postre se agravan. Así, reducidos grupos de inconformes con machetes en ristre o chantaje en mano resisten hasta derrumbar acciones o medidas del interés público. A su vez, mandatarios que hasta vidas deben o que violan sistemáticamente derechos humanos o sociales permanecen en su puesto porque la autoridad o los partidos han hecho de “los malos arreglos” la filosofía de su indiferencia o irresponsabilidad. Salir de esa rutina reivindicaría el valor de la autoridad, sin confundirla con la arbitrariedad; la reivindicaría sobre la base del ejercicio y no del abuso.
Los malos arreglos no siempre evitan los pleitos y sí, en cambio, arrastran al conjunto de los involucrados a la condición de cómplices. Por lo demás, sí hay pleitos que hay que dar.
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Seis. Reconocer aquellos problemas que, por su dimensión y por el desafío que plantean, deberían ser asuntos de Estado y no del Gobierno en turno.
Muy probablemente la educación, la pobreza y el crimen es la tríada de problemas que debería reconocerse como un asunto de Estado de la mayor importancia. Ante esos problemas, los Poderes de la Unión y de la Federación así como los partidos políticos deberían elaborar políticas transexenales que, sin importar la filiación del Gobierno en turno, se Administrarán hasta darles una solución. Hoy, esos problemas se miran y atienden relativamente como asuntos de Gobierno y, por lo mismo, son presa del tironeo y la crítica de las oposiciones que a veces, en su resistencia, terminan no sólo por frenar la acción gubernamental sino también por acelerar la acción de la ignorancia, la desigualdad y la delincuencia. Parte del problema para establecer los asuntos de Estado es salir de la idea de que todo acuerdo es sinónimo de un gran acuerdo que, por su naturaleza, exige una ceremonia donde la forma y la pompa terminan por borrar el fondo y la consecuencia.
Mientras los partidos y los poderes formales no reconozcan que hay problemas y asuntos de Estado que implican una acción de común acuerdo y con largo alcance, sexenio a sexenio, el país se tropezará con la misma piedra.
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Pueden ser simples buenos deseos, pero la dimensión del problema nacional exige una reconsideración y un replanteamiento de la política. Sin política, política de a deveras, todo buen deseo terminará siendo un anhelo... no una realización.
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