Supongo que el lector sospecha, intuye o sabe que no soy religioso. No ser religioso, (disculpas por la doble negación) no descarta tener una ética. Se puede tener una ética muy rigurosa y no acudir a ninguna denominación o credo. En el caso contrario, tan común en nuestro país, se puede uno declarar religioso y traer en la mochila biográfica un auténtico desorden ético.
No es casual que en el mundo estén surgiendo religiones nuevas, rebeldes ante las burocracias de las iglesias.
Tampoco es casual que proliferen los deístas o los creyentes en alguna fe nueva de las que rechazan a las iglesias. El menú de opciones es muy amplio.
Uno de los dilemas actuales más apasionantes es el papel de la ciencia frente a los credos religiosos. Hace unas décadas la academia apostaba ciegamente a que las creencias religiosas predominarían sobre el pensamiento científico. Las religiones y el pensamiento religioso se desvanecerían en el horizonte de la historia.
No fue así. La estadística nos muestra que los creyentes en una fuerza superior siguen siendo la gran mayoría de los moradores de este planeta. Más del 90% tiene alguna denominación.
Si bien es cierto que las afiliaciones han cambiado no hay duda de que el peso de la religión y las creencias siguen estando ahí como rectores de la vida de miles de millones de seres humanos.
Otro falso dilema, muy popular en los años sesenta y setenta, es el que atañe al hecho de que una persona con pensamiento científico no puede resbalar en un dogma de fe. No viene al caso citar una multiplicidad de estudios que muestran como la mejor y más importante producción científica está en manos de personas que se declaran creyentes. Además creen en un contacto directo con el creador.
Es el caso de los descubridores del DNA, nada menos. El falso dilema se fue solucionando en la realidad: se puede ser creyente y practicar la ciencia. Las diferentes sagradas escrituras han vivido, o sobrevivido mejor dicho, a los embates de la realidad. La convivencia entre ciencia y religiosidad es algo cotidiano.
Cuántas escenas no hemos visto de algún ciudadano musulmán utilizando un teléfono celular, producto esteriotipo de Occidente, de la ciencia, de la modernidad, del cambio a la plana del creador.
Es esa convivencia con la ciencia la que ha salvado a los credos. Cuando un credo se confronta de manera absurda con la realidad, es ésta la que se impone.
Cuando un credo se confronta de manera evidente con la ciencia lo común es una retirada estratégica o el silencio por parte de los promotores de la fe.
El acto de fe que se disocia de la realidad termina por pasar al olvido para no ser discutido. Es el caso de la virginidad de la virgen María. Todo esto es el ABC de la supervivencia y adaptación de los dogmas. El tema es apasionante y hay autores clásicos como Mircea Eliade por ejemplo que han elaborado verdaderos tratados al respecto.
Los nuevos teólogos son así artífices de esa supervivencia.
Hay sin embargo un nuevo valor que cruza o abraza a los diferentes credos y que por supuesto incomoda por aquí y por allá.
Me refiero a la defensa de la vida por sí misma. Las ideas de sufrimiento en beneficio de alguna divinidad o la del sacrificio de una vida en atención al mandato divino son cada día más escasas.
Existen pero tienden a disminuir. La confrontación entre judíos y palestinos horroriza al mundo precisamente porque rompe esa tendencia.
La vida como concepto tiende a prevalecer. Entre más conocemos de la maravillosa complejidad que ella implica más se le defiende. La vida en sí misma es hoy un valor central. De ahí mi asombro.
Joseph Ratzinger es un teólogo de altos vuelos. Es un hombre que se mostró abierto al debate profundo en los largos años previos a su llegada a la mayor responsabilidad de la Iglesia Católica y a una de las jerarquías más visibles e importantes de todos los tiempos.
Sucede a un hombre, Juan Pablo II, firme en sus convicciones pero profundamente terrenal y pragmático.
Pero Ratzinger, el estratega de Juan Pablo II, ha tenido varios lances verdaderamente inapropiados por no decir provocadores.
En África han muerto desde la década de los ochenta alrededor de 25 millones de seres humanos víctimas del SIDA. Se calcula que actualmente hay más de 22 millones infectados.
De seguir el galope de este horror estaríamos hablando de un crecimiento exponencial.
Sobra decir que los gobiernos de países pobres carecen de los recursos para poder brindar un tratamiento digno a los enfermos.
Las decisiones se complican cuando hay que salvar la vida de millones de niños por enfermedades gastrointestinales u otras; usar ese mismo dinero en la atención de miles, muchos pero al fin miles, de enfermos de SIDA es un dilema muy doloroso.
Los daños no son sólo para quienes pierden la vida sino para quienes se quedan. Alrededor de 12 millones de niños en el África subsahariana han perdido a uno o a sus dos padres. Es el mayor horror que habita la Tierra.
"Esto no se puede resolver con la distribución de condones. Al contrario, aumenta el problema" declaró Benedicto XVI al llegar a Camerún, uno de los países más afectados por la pandemia.
Cualquier persona con una mediana información sabe que el condón es hasta ahora el mejor mecanismo de prevención de ese horror. Claro se puede invocar la abstinencia con un problema, estadísticamente no existe, vamos pocos, pero muy pocos la practican.
Hablar de ella es invocar a un fantasma o un arcángel que hace tiempo dejó de tener presencia terrenal. Mi voto es por la vida.
¿Por qué no guardó silencio? Que Ratzinger aterrice en el Siglo XXI de lo contrario pasará a la historia como un hombre de las cavernas.