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CINCO DE MAYO: LAS LECCIONES

EL COMENTARIO DE HOY

FRANCISCO AMPARÁN

Es un fenómeno singular: en los Estados Unidos, los paisanos que por allá radican hacen más pachanga el cinco de mayo que el dieciséis de septiembre. De hecho, hoy en muchas ciudades norteamericanas hay desfile, feria y carros alegóricos. ¿Por qué?

Algunos dicen que para demostrarles a los gringos que de vez en cuando nosotros también hemos ganado una que otra batalla. Y a los franchutes, ahí nomás para que se den un quemón. Otros afirman que porque las compañías cerveceras ven mejor negocio en mayo que en septiembre (aunque la sed mexicana, hasta donde sé, nunca se extingue), y hacen sus promociones para la beberecua en una fecha más idónea. En todo caso, es evidente que fuera de nuestras fronteras, la festividad patria más celebrada es el aniversario de la primera batalla de Puebla, la de 1862. (Sí, hubo una segunda un año después. Bueno, más bien un sitio de 59 días, que terminó con la rendición del Ejército Mexicano, harto de comer camote y beber rompope). En todo caso, la celebración de este acontecimiento debería tener un enfoque que creo ha faltado. Y que mucho bien nos haría como Nación. Y es que el 5 de mayo de 1862 ocurrió algo sobresaliente, algo rarísimo en la historia mexicana del Siglo XIX; y del XX; y, mucho me temo, del XXI.

Ese día se hicieron las cosas como debían hacerse. Según el librito y siguiendo el sentido común. Ése fue el gran mérito de un joven general texano-coahuilense, Ignacio Zaragoza.

Enfrentado a un Ejército superior en armamento, aprovisionamiento y experiencia, Zaragoza decidió entablar una batalla defensiva. Hizo lo que mandan los cánones: fortificó la ciudad, apoyándose en algunos bastiones seculares. Estableció la artillería en posiciones ventajosas. Puso en reserva a las unidades irregulares (los zacapoaxtlas armados con machetes). Dio órdenes de ahorrar municiones, y que sólo se disparara cuando los franceses se hallaran cerca (El polvorín del Ejército de Oriente había estallado en un accidente semanas antes). Lo lógico de acuerdo a las circunstancias, pues.

Lorencez hizo todo lo contrario: atacó como el Borras, a lo loco, sobre colinas lodosas por la lluvia y con pésima cobertura de artillería porque a sus cañones los situó con las patas. Lo sobresaliente es que Zaragoza hizo lo que tenía qué hacer, sin los aspavientos, las envidias, las consideraciones ideológicas y la imaginación galopante que solía ser la marca de clase de los militares mexicanos de aquellos entonces. Hacer lo que se tiene qué hacer. Ése es el secreto del éxito. Hoy eso implica realizar las reformas que el país pide a gritos, y que no llevamos a cabo por ceguera ideológica, estupidez política y simple inercia. De veras, hay algo que aprender de lo que pasó el 5 de mayo de 1862.

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