El "nuevo" Calderón ha hablado de la necesidad de modificar las reglas de la política. Su discurso de septiembre no fue particularmente preciso, pero dio algunas pistas. En su diagnóstico las reglas electorales alejan a la gente de la política mientras las normas constitucionales dificultan los pactos. Su propósito sería doble: mejorar el carácter representativo de la democracia y dotarla de instrumentos de eficacia. Un ligerísimo bosquejo que, sin embargo, atiende bien los dos problemas centrales del régimen mexicano: un pluralismo osificado y atrancado. La oferta de una nueva ronda de discusiones y reformas políticas es valiosa. Urgen cambios en las reglas para acceder y, sobre todo, para ejercer el poder. Pero bien valdría percatarnos que la política no se agota en la tubería de las instituciones. Los sifones que concentran y elevan las demandas colectivas; los depósitos que concentran el poder y los canales que procesan las diferencias son vitales. El mal diseño de estos dispositivos dificulta enormemente el funcionamiento del régimen del poder disperso. Pero más allá de estos artilugios ingenieriles, existen prácticas que pueden corregir deficiencias mecánicas. Pienso particularmente en la formación de gobiernos de mayoría que permite enmendar una ineficacia institucionalmente preconstruida.
Los estudiosos del régimen presidencial han destacado desde hace tiempo la dificultad que existe para combinar diversidad y gobernabilidad cuando el ejecutivo no cuenta con el respaldo del legislativo. El desencuentro, como sabemos, puede conducir a la parálisis. Como saben otros, puede terminar en Golpes de Estado. Basado exclusivamente en las reglas, el diagnóstico suele terminar en desahucio: presidencialismo y multipartidismo conducen inexorablemente al fracaso. La experiencia latinoamericana-que está lejos de ser un repertorio de frustraciones-da muestras de que la creatividad es capaz de remediar arreglos desalentadores. El propósito ha sido configurar mayorías capaces de gobernar. Los chilenos lo han logrado a través de la formación de una coalición electoral extraordinariamente exitosa que logró escapar de sus rivalidades históricas para crear una ambiciosa plataforma reformista. Los brasileños, por su parte, han conciliado una notable dispersión partidista con la configuración de gobiernos de coalición relativamente estables. En ambos casos la responsabilidad ha reconfigurado el sistema presidencial, dándole la flexibilidad necesaria para coordinarse con la dinámica congresional.
Muy necesarios son los cambios institucionales. Pero, para dotar de capacidad al Gobierno valdría, incluso antes de esas reformas, un cambio en la gestión política para la conformación de una coalición gobernante. Una buena guía sería lo que el candidato de 2006 a la Presidencia planteaba.
En "Diálogos por México", el foro organizado por Televisa durante la campaña de ese año, el político panista advertía que la solución a la parálisis que el país padecía desde el 97 era el establecimiento de un "Gobierno de mayoría." Apuntaba Calderón: "Sin la mayoría en las Cámaras, es necesario entonces la integración de "Un Gobierno de Coalición". Esto es un Gobierno sustentado en el acuerdo de dos o más partidos para formar una mayoría en el Congreso e impulsar una agenda común de Gobierno. Esto implica compartir la responsabilidad de gobernar entre distintas fuerzas políticas comprometidas, de cara a la sociedad, en torno a un proyecto en común." Calderón no hablaba de un Gabinete con personajes de diversos partidos. Proponía un compromiso mayor que dotara al país de una palanca de gobernación: una coalición legislativa basada en un proyecto y asentada en responsabilidades ministeriales. El diagnóstico de entonces era adecuado y lo sigue siendo. Pero el presidente incumplió su oferta. No solamente no conformó coalición sino que integró uno de los equipos más cerrados de la historia contemporánea de México. Seguimos arrastrando el mal del 97: la ausencia de una coalición mayoritaria.
El baile de la coalición, naturalmente, necesita una pareja. No bastaría con la intención presidencial, sería necesaria también la disposición de otras fuerzas para compartir responsabilidad. La miopía de los agentes políticos en este aspecto es asombrosa. El presidente ejerce el poder desde el aislamiento sin pretender ampliar sus respaldos. Ganó la Presidencia y no está dispuesto a compartirla ni siquiera con los panistas de la parroquia vecina. El PRI rehúye la idea del cogobierno que, en términos prácticos, han impuesto los electores. Disfruta el poder que tiene en los estados y la fuerza que tiene en el congreso pero no se compromete con un paquete de transformaciones ambiciosas. Que otros carguen con el bulto de gobernar, dicen. Pronto regresaremos y nosotros sí sabemos gobernar. Pero hay que tenerlo claro: ni las elecciones venideras ni la remodelación institucional resolverá el enredo de la gobernación si no se forma un núcleo de la corresponsabilidad eficaz.