BUSCA LOS BUENOS MOMENTOS
Recuerdo cuando hace unos años, Joaquín Vargas escuchó ese diagnóstico. Le explicaron de la mejor manera posible lo lenta, cruel y anquilosante que es dicha enfermedad y desde entonces, nunca en la familia hemos escuchado de su parte ni la más mínima protesta, queja, reproche, un "¿por qué a mi?", ¡nada! Contrario a eso, ha llevado su enfermedad con la dignidad de quien acepta las cosas; ha adoptado al Parkinson como si se tratara de una hija. Recuerdo esto porque varios años después del diagnóstico, ya conviviendo con un grado avanzado de la enfermedad, mi papá y Pablo mi esposo comieron juntos. Pablo regresó de esa comida conmovido e impresionado, me comentó: "Si siempre he admirado a tu papá, con lo que le escuché hoy, compruebo la calidad que tiene como persona. Al final de la comida me dijo: 'Toda mi vida me esforcé en enseñarles a mis hijos a bien vivir; ahora me propongo enseñarles a bien morir'".
Y vaya que lo ha hecho. Hoy tiene 83 años, no puede hablar, no puede moverse ni valerse por sí mismo, no puede comer más que por sonda y, aún así, todos los días se arregla -lo arreglan- para salir con algún amigo o un hijo a un restaurante de la ciudad. Lo hace con un ánimo que expresa en los ojos y que conmueve.
Han pasado 25 años desde que recibió ese diagnóstico, durante los cuales ha cumplido su misión. La mitad de su vida nos mostró con su ejemplo lo que significa "bien vivir": luchar, salir adelante de la nada, usar la creatividad y el arrojo como herramientas para superar las limitaciones. Como prueba de ello cuento parte de su historia a continuación.
A los ocho meses de nacido murió su papá; de la noche a la mañana se quedó sin nada. Entró al ejército, dice él que por "bocación" no por vocación, porque por lo menos comía tres veces al día. De joven no cursó una carrera universitaria por tener que trabajar para mantener a su mamá, a su hermana y a una tía que vivía con ellos. En su trabajo perdió un ojo en un accidente y el doctor le aseguró que no podría volver a manejar un coche. Entonces, Joaquín Vargas se casó y decidió que como viaje de luna de miel manejaría de México a Nueva York para llegar al piso más alto del Empire State, donde con una mentada, le brindaría su hazaña al doctor. Después estableció su primera gasolinera ubicada enfrente del aeropuerto de la Ciudad de México, la equipó con música y uniformes para sus empleados y la llevó a ser la número uno en ventas de todo el país. Al mismo tiempo se volvió vendedor de partes de avión. Y un día, mientras se encontraba en una fila para cobrar una factura, se enteró de la existencia de un avión viejo e inservible que estaba condenado al abandono. A Joaquín se le ocurrió ofertar por él una cantidad irrisoria. "Sí, te lo vendemos -le respondieron- con la condición de que te lo lleves ahorita".
En ese momento, Joaquín organizó que una grúa lo cruzara del hangar a su gasolinera, a la cual daría un atractivo más para sus clientes; al hacerlo tenía en cuenta que -hace 40 años- eran pocos los privilegiados en conocer un avión por dentro. Pero poner la idea en práctica no fue tan fácil como creía.
Se encontró con mil obstáculos que no imaginó, como el hundimiento del pavimento por el peso del avión y el choque con los cables de alta tensión que estorbaban su paso. En fin, esa cruzada le hizo llegar a las seis de la mañana a su casa y le valió una regañada de Gaby, su esposa, quien dadas las horas pensó que su marido llegaría "hasta atrás", pero en vez de eso escuchó incrédula que su pretexto era: "Es que vieja, compré un avión...".
En fin, su vida ha estado llena de trabajo y entusiasmo por innovar, así como de experiencias tristes. Justo al cumplir 50 años de casado, secuestraron durante tres meses a su hijo mayor; más tarde, murió Adrián, el penúltimo de mis siete hermanos.
Por todo ello y quizá con conocimiento de causa, una de sus frases favoritas es: "Hay que procurar los momentos buenos, porque los malos llegan solos". Qué cierto es...