TÚ Y YO NO SOMOS EL CENTRO DEL UNIVERSO UN PAR DE LAS MEJORES LECCIONES
Hay momentos que no le deseas a nadie. Pablo cuelga el teléfono a las diez de la noche y me da la noticia: "Gaby, es una noticia muy triste... Murió Adrián". (Adrián era mi hermano menor, de 41 años y papá de tres hijos). En ese momento siento que el mundo se detiene. Después viene el asombro, la incredulidad, la negación. En el atarantamiento absoluto, nos vestimos con cualquier cosa y nos dirigimos al hospital y a la delegación para encontrarnos con mis otros hermanos y hacer trámites interminables hasta las cinco de la mañana.
Mis papás no sabían nada. "¿Cómo se los diremos? ¿Quién se los dice?". A las siete de la mañana llegamos al silencio y quietud de su casa. ¡Qué agonía! "Que no se despierten, Dios mío, por favor que no se despierten...". El dolor que la noticia les causaría, significaba para nosotros una segunda muerte.
Una vez ocurrido lo inevitable y habiendo sentido que el alma materialmente se desgarra, nos dirigimos al velatorio. Esa mañana, creo haber experimentado lo que vive toda persona a quien se le ha muerto un ser querido: al salir a la calle, después del shock, asombra, casi indigna, ver que la vida sigue. La gente platica y se ríe, los autos y las motos transitan, los noticieros transmiten como cualquier otro día, las tiendas abren sus puertas a los clientes. Y piensas: "¿Qué no ven la tragedia?". ¡Se murió Adrián! ¿Cómo la vida puede seguir como si nada hubiera pasado? Qué soberbia la nuestra. Qué inocencia. Qué ignorancia.
Con tristeza nos enfrentamos a una realidad: si la Tierra no es el centro del universo, mucho menos tú y yo. Reconocer que nuestra vida solamente se circunscribe a nuestros pensamientos y experiencias, es una enseñanza muy fuerte; además al mundo ¡no le interesa!, ¡no le importa! Cada cual está interesado en su propia sobrevivencia, en sus propias luchas y sueños.
Eso explica lo fácil que es, primero, ahogarnos en nuestro propio ego o dolor y, segundo, cegados por ello despreciar las necesidades y sentimientos de los otros.
Ahora bien, si quieres aprender una de las mejores, más rápidas y efectivas lecciones de humildad y subordinación, conviértete en papá o mamá. Un bebé es el mejor maestro. Con él te das cuenta de que para nada eres el centro del mundo. Es increíble cómo alguien tan chiquito, que no puede hablar, caminar o comer por sí solo, manda en la casa, en la familia y en tu vida entera, ¡minuto a minuto! A partir de ese momento ya no puedes, vaya, ¡ni bañarte! cuando te gusta. Las necesidades del bebé son constantes. Al ser padres entiendes por primera vez, lo que significa la filosofía y el concepto de vivir por algo o por alguien fuera de ti.
El reto y la responsabilidad de cuidar a un ser totalmente dependiente e indefenso, es mayor que el de cuidar de ti mismo. Nada se compara con la atención inmediata que demanda el llanto por hambre del bebé. Y la llamada de atención cambia de nombre de acuerdo a la edad del hijo, hasta que se casa.
Otra gran lección de humildad te la da la presencia de una enfermedad incurable. Aceptar la realidad, cuando no está en tus manos cambiarla, es un reto para graduarse. Se necesita coraje, altura y fortaleza. Mi papá es un ejemplo de ello. Hace 27 años que tiene Parkinson. De haber sido un hombre fuerte, orgulloso, competitivo, un empresario exitoso y vanidoso (él decía que la vanidad es lo que nos impulsa a salir adelante), pasó a poco a poco aceptar el bastón, la silla de ruedas, la pérdida de movilidad, de independencia y hasta del habla. Sin embargo, lúcido como siempre, en los ojos le ves la sabiduría de la vida, la alegría por el detalle y la certeza de una realidad aprendida: no somos el centro del universo.