BC-REP-GEN CENA A CIEGAS/986
Comer a ciegas, una experiencia sensorial
Por MAYRA PERTOSSI
BUENOS AIRES (AP) — Un joven de voz cálida me invita a unirme a una fila de tres mujeres. Tomo de los hombros a una colombiana que me da la espalda y escucho la advertencia de quien de ahí en más será nuestro guía: "No se suelten". Atravieso una pesada cortina que me roza el cabello y la oscuridad me envuelve. Tengo los ojos abiertos, pero daría lo mismo si los cerrara. Mientras avanzo arrastrando los pies comienzo a sentir el aroma de la comida servida sobre las mesas y el bullicio de los comensales. No sé el camino de regreso, así que decido entregarme a la aventura.
El guía dice su nombre, Juan. "No lo olvides", advierte. Si llegara a necesitar su ayuda no podría hacerle una seña.
Me pregunta qué deseo beber y me pide que le alcance mi copa. La encuentro luego de tantear la mesa y meter sin querer los dedos en una especie de crema. La levanto en el aire y espero. Sus manos rozan las mías. Se la entrego con cuidado. Puedo oír el hilo de vino blanco cayendo sobre el vidrio. "Aquí está", me dice. Agito las manos en el aire hasta alcanzarla nuevamente. La poso despacio en la mesa y trato de memorizar el lugar donde la dejé. Ahora ya puedo empezar a cenar.
La primera vez que oí de "A ciegas con Luz" (Luz es una cantante), recordé que otros restaurantes en el mundo también ofrecían cenas a oscuras. Pero ahora sentada en el salón ubicado en el tradicional barrio porteño del Abasto, me doy cuenta de que esta experiencia es diferente. Durante la siguiente hora y media no sólo descubriré la intensidad de mi sentido del gusto que, privado de la visión, será capaz de reconocer cada uno de los ingredientes del menú; también seré capaz de sentir con cada parte del cuerpo.
Estiro mis manos y toco un pinche de madera --recuerdo que Juan nos explicó que había varios platillos y que podíamos comerlos en cualquier orden, pero que recordáramos que el último de la derecha es el postre--.
Me llevo el pinche a la boca y trato de adivinar de qué se trata.
Oigo que en la mesa de al lado se hacen las mismas preguntas que me formulo en silencio: "¿Será queso?", "Tiene como un gusto a tomate, ¿no?". Me río por la coincidencia. Entonces, una de las colombianas de mi mesa, y cuyo rostro no veré hasta el final de la cena, inicia la conversación.
Se llama Diana Siado y es estudiante. Me cuenta que esta es la quinta que vez que viene. Y en cada ocasión, asegura, la sensación fue diferente. La acompañan su madre y su tía, que han venido a visitarla a Buenos Aires. "Hola", les digo, "encantada de conocerlas". Me sonrío, pero no por cortesía. Me causa gracia no saber si estoy hablándoles a la cara.
Cuando me dispongo a probar el segundo platillo escucho la risa de una joven. Es tan envolvente que me la imagino volando sobre nuestras cabezas. "Bienvenidos", dice en español. Otras voces saludan en otros idiomas.
En el piano de Carlos Cabrera, que padece una ceguera casi total, suenan los primeros acordes de "La vie en rose". Luz Yanciani hace un acabado tributo a Edith Piaf con una voz llena de matices y técnica depurada. Puedo oír un clarinete y varios instrumentos de percusión que no llego a reconocer. Se oye como agua que corre, pasos agitados, tambores lejanos. Un perfume dulce como de coco o vainilla me invade y siento un fino rocío que cae sobre mis brazos erizándome la piel.
El repertorio continúa entre plato y plato y recorre todos los géneros con una puesta tan impecable que, aún cegada por la negrura, puedo percibir el paso de un tren, un coche tirado por caballos, una bicicleta que pasa veloz a mi lado. Intento calcular la dimensión del salón según los aplausos pero es imposible, las palmas se baten en todas direcciones. Me siento como en medio de un auditorio colmado, aunque mis ojos me indiquen que está vacío.
Cuando el espectáculo llega a su fin y las primeras luces se encienden espío por el rabillo y veo que la mayoría permanece con los ojos cerrados como intentando prolongar la ceguera, digerir la experiencia. De a poco todos nos vamos acostumbrando nuevamente a la luz, sin dejar de aplaudir y gritar "vivas" y bravos".
Vuelvo a saludar a las colombianas al vernos a la cara por primera vez.
"Es un viaje a distintos lugares. Uno se sensibiliza, se le despiertan muchas cosas", me dice Siado.
"Sin palabras, no se puede describir, hay que sentirlo", agrega su tía, América Delgado.
En el vestíbulo nos espera una mesa servida tal como la habíamos encontrado dentro del salón. No sólo eran exquisitos, ahora veo que los platos eran también sumamente coloridos.
Antes de irme paso a saludar a Yanciani y Cabrera y los felicito por el despliegue de talento. Me agradecen con un apretón de manos.
"Esto no está pensado para ciegos, está pensado para que quienes pueden ver recuerden que tienen otros sentidos que es bueno explotar", me explica el pianista.
"A ciegas con Luz" --que se estrenó en septiembre pasado y ocupa sus 50 localidades cada domingo-- es una de las variadas propuestas artísticas del Centro Argentino de Teatro Ciego, que realiza conciertos, obras de teatro y ciclos de narraciones, todos a oscuras.
"Nuestro objetivo artístico es despertar una forma diferente de ver la realidad. Que las personas aprecien el arte desde sus otros sentidos. Pero también tiene un propósito social: la inclusión de las personas con discapacidad visual, porque pueden trabajar en igualdad de condiciones que los demás artistas", completa Martín Bondone, uno de los directores del centro.
Me subo al automóvil y todavía pudo oler el coco, el vino, los tomates, el limón. Me quedo un rato en silencio, pensando una frase que defina la experiencia. "Digno de sentir", es lo único que se me ocurre.
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