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Cortázar

RELATOS DE ANDAR Y VER

Ernesto Ramos Cobo

Hace apenas algunos días se cumplieron veinticinco años de la desaparición definitiva del escritor argentino Julio Cortázar: ese iconoclasta entero, ese grandísimo cronopio. Y su universalidad es tal que incluso aquí, en estos tiempos tan distintos, después de tantos años, resulta fantástico acudir a cualquier librería, y ver allí a los cafetaleros, a esos chicos que salen con Cortázar bajo el brazo, sus cuentos exquisitos, añorando con sus ojos hambrientos toda esa mitología parisina que aún existe detrás de sus pasos.

Debo reconocer que nunca lo vi en mi vida. Pero mientras más lo leo-mientras más lo conozco, más me convenzo de que él es el amigo más cercano que jamás me hubiera gustado haber tenido. Él fue un curioso consuetudinario de magnitudes cósmicas; el animal urbano más recovequero que jamás ha existido. Sorprendentemente, cada aparador parisino formaba parte de su propia colección de aficiones. Los callejones nocturnos eran suyos, los gatos vagabundos, el jazz y los labios, los hoteles, las sombras ocultas bajo los puentes.

He conocido sin embargo, gente que alcanzó a verlo en vida, a hablar con él. Conozco algunos que fueron a buscarlo en blanco, a tocarle sin éxito su puerta en París. Conozco incluso aquellos que se negaron a increparlo, en alguna de esas lentas tardes de otoño, cuando lo vieron recargado en la libreta en algún café. Conozco a alguien que lo vio en un concierto en Nueva York, frente al Jazz al fondo del bar.

Mas de todas las anécdotas de encuentros cortazarianos una llama particularmente mi atención. Es la de un hombre argentino de unos cincuenta años. Creo se llamaba Carlos. Se la escuché decir en una tertulia en la Casa de España de Madrid. Se puso de pie y empezó a contarnos la historia de su único encuentro con Cortázar.

Recuerdo que se puso de pie, y comenzó a hablar al vacío de Cortázar, de afición e idolatría, de la complicidad que él y su hermano lograron frente a sus libros. Recuerdo que dijo que lo vio un día, que le había ocurrido en alguna terminal del Bondi de la Gran Buenos Aires, que no recordaba muy bien en cuál, pero que apenas había entrado a la universidad, y que esa ruta la utilizaba regularmente. Recuerdo que nos habló de los Axolotl, de esas larvas rosadas aztecas, de Casa Tomada e incluso que dijo algo de Charlie Parker. El encuentro había sido en los setenta -dijo asintiendo, Cortázar se había asentado permanentemente en París en los cincuenta, pero volvía a Buenos Aires intermitentemente, a visitar a su madre, y se largaba a caminar por allí, ante la ignorancia de las autoridades que lo desconocían.

Entonces recuerdo haberlo oír comentar que regresaba el hombre en Bondi de la universidad, en esa especie de tranvía tan porteño y entrañable, cuando a su izquierda vio al hombre, y se quedó inmovilizado. Resultaba inusitado que Julio Cortázar estuviera frente a él compartiendo el mismo vagón. Colgaba todo él a lo largo del tubo del tranvía. Toda su altura deslizándose del gabán como si fuera una guacamaya hambrienta. Ya saben, Julio medía casi los dos metros, y era capaz de tener el aire más desgarbado. Y allí estaba. Colgado del barrote. Con esas barbas ralas y su finta de monje.

Y el hombre allí -nos decía, ustedes podrán entender, yo tenía leyéndolo desde hacía más de 30 años, me había acompañado por donde sea, yo había devorado Rayuela junto a mi hermano, había leído todos sus cuentos, y regularmente me sorprendía imaginando sus correrías parisinas, y ahora lo tenía allí, sus barbas de monje, colgando todo él del barrote del Bondi, y ya con la puerta entreabriéndose en la estación de destino...

Entonces sus miradas se cruzaron -nos contó el hombre, hablando algo así como de torpeza paralizante, y de que entre balbuceos alcanzó a respirar hondo y preguntar a respirar hondo y preguntar… ¿es

usted Julio Cortázar? Pues sí pibe… ¿qué le vamos a hacer?

Fue la única respuesta que alcanzó a escuchar desde esos dientes amarillentos –contaba el hombre,

antes de que el gabán de nuevo girara raudo,marchándose pasillo arriba por el andén que llevaba a la calle.

ramoscobo@hotmail.com

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