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Crónica de Viaje / PRESERVATION HALL, LA CATEDRAL DEL JAZZ

El viejo y desteñido edificio del Preservation Hall, la cuna y el templo del jazz en Nueva Orleáns.

El viejo y desteñido edificio del Preservation Hall, la cuna y el templo del jazz en Nueva Orleáns.

Ricardo Rubín

Falta más de una hora para que comience la sesión de jazz en el Preservation Hall de Nueva Orleáns, y ya hay una larga fila de gente que espera a que abran la entrada al viejo salón.

El Preservation Hall está considerado como la catedral del jazz en los Estados Unidos, y no es más que un viejo edificio de dos pisos, desteñido y de paredes que parecen estar a punto de caer, con un pequeño salón rectangular en la planta baja, semiobscuro y sucio, donde se escucha la música que inventaron los negros, y que es parte del espíritu norteamericano.

Los músicos de la orquesta de jazz se colocan en una estrecha tarima junto a una ventana que da a la calle, y los espectadores no quedan a más de un metro de distancia de ellos. Tan célebre como es este salón, con capacidad sólo para setenta personas, no tiene más que tres largas bancas rústicas de maderas donde se sienta algo más de la mitad de los espectadores. Los demás tienen que disfrutar a pie del espectáculo, y muchos se sientan en el suelo.

En las paredes del salón hay viejas fotografías y pinturas que nunca se vendieron, cuando era una sala de arte. Curiosamente son cuadros de músicos de jazz, y entre ellos está el orgullo de la ciudad, Louis Armstrong, que también tocó allí.

La primera sesión de jazz comienza a las 21 horas, y la orquesta la integran sólo siete músicos: pianista, baterista, clarinetista, guitarrista, saxofonista, violoncellista y un trompetista que es quien anuncia lo que se va a tocar, y cuenta algunos chistes.

El Preservation Hall esta en la calle Peters, casi esquina con Bourbon, en el corazón del Barrio Francés, y abrió sus puertas en 1961 como salón de boliche y después como galería de arte. Su dueño, Larry Borenstein y su gerente Allan P. Jaffe, grandes amantes del jazz, formaron con algunos amigos un conjunto que ensayaba ahí. La buena música que tocaban atrajo a amigos y vecinos, y entonces surgió la idea de cerrar la galería de arte, a punto de quebrar, y establecer en su lugar un salón para preservar al jazz. Desde un principio se fijó la regla que el ritmo que se tocara allí debía ser “un puente” entre la vieja música y sus transformaciones, pero manteniendo vivo el espíritu y el estilo del verdadero jazz.

He ido a Nueva Orléans en tres ocasiones, con mi esposa y mi hijo, la primera hace más de quince años, y la última hace dos, y el Preservation Hall sigue igual. Lo único que han cambiado son los músicos, casi todos de edad avanzada, que son suplantados cuando alguno se enferma o muere. Así se conserva la vieja tradición y se mantiene el estilo de siempre.

La sesión de jazz es fascinante. Todos los músicos son solistas, verdaderos maestros, pues en el Preservation se cuida que trabajen allí sólo los mejores. La orquesta toca la música sincopada del jazz, que poco a poco se va metiendo en el corazón y debajo de la piel de los espectadores. Y según tocan, cada músico tiene un momento de gloria personal como solista. Los aplausos son fuertes y repetidos para cada uno. Esto es Nueva Orleáns. La entrada al espectáculo vale quince dólares. No es caro y vale la pena. A la entrada del portón de la vieja casona hay una mujer con una caja de cartón donde deposita el dinero de las entradas. Un anuncio pide que se lleve a mano la cantidad exacta pues no dan cambio.

Al término de la función se pueden comprar casetes y CDs con música de jazz, mientras la gente de la segunda función comienza a entrar. Les recomiendo, al salir, cruzar la calle e ir al bar de enfrente a tomar una copa y a comentar el espectáculo que se acaba de ver. Se llama “Mama’s”, y es atendido por guapas meseras. La última que nos sirvió, una escocesa pelirroja, se llamaba Erin.

Y también, dos o tres puertas junto al Preservation Hall, está el restaurant “Joe O’Brien”, considerado el más grande del mundo. Tiene entradas por las calles Peters y Bourbon. Forma una larga escuadra de amplios jardines con macizos de flores y árboles frondosos adornados con farolas de luces brillantes, y donde están las mesas protegidas por amplias sombrillas, varios bares, y unas fuentes que llaman la atención de todos. Se trata de piletas de cuyo centro brota una llama alta sobre la que cae una cascada de agua. Nadie se explica porqué el fuego no se apaga.

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