Tan bien que estábamos antes. En las décadas previas a las reformas salinistas sobre las relaciones de las Iglesias con el Estado y la sociedad mexicanas, el status quo había sido muy satisfactorio para todas las partes. Después de la Cristiada (1926-29), nuestra última guerra civil (y una de las pocas por cuestiones religiosas en el continente Americano), se llegó a un acuerdo tácito: el Gobierno se haría de la vista gorda con ciertas manifestaciones de culto público y algunas pequeñas violaciones a la Constitución; y los prelados se atendrían a sus púlpitos, confesionarios y aburridísimas tardes con beatas y chocolatito caliente, sin intervenir en política ni decir esta boca es mía más allá del atrio.
El arreglo funcionó de la surrealista manera en que opera este país: para el Estado mexicano, los dos millones de mexicanos que le llevan Las Mañanitas a la Virgen el 12 de diciembre no están violando la prohibición de ejercer culto público: no, es una reunión multitudinaria de aficionados al canto lírico; como los matachines no están manifestando su religiosidad, sino que son bailarines folklóricos espontáneos, que tienen la manía de seguir la misma ruta. Y los clérigos no opinaban sobre política, economía ni futbol ni dentro ni fuera de sus templos.
Pero Salinas quiso poner un orden institucional a esa ilegalidad disfrazada, y las cosas no han vuelto a ser las mismas. Ahora Sus Eminencias dan su opinión sobre todo tipo de asuntos, desde los grupos musicales juveniles hasta la alineación ideal que debe utilizar el Vasco Aguirre. En algunas ocasiones esas intervenciones son bienvenidas, por el peso moral de quienes las emiten, como el caso de algunos obispos pronunciándose en contra del maltrato a las mujeres, o el obispo saltillense apoyando a los deudos de Pasta de Conchos. Pero en muchas otras, no queda más remedio que exclamar: "Calladitos se veían más bonitos".
Algo así ocurrió con las declaraciones al desgaire del Arzobispo de Durango, Monseñor Héctor González Martínez, quien se metió en camisa de once varas cuando dijo que el muy buscado "Chapo" Guzmán no sólo vivía en Durango, sino que toda la feligresía sabía dónde ("más allá de Guanaceví"), ante la ignorancia e impavidez de la autoridad.
Nunca lo hubiera hecho. Con toda prontitud se le echaron encima instancias de toda laya; le exigieron pruebas, que se presentara al Ministerio Público a rendir declaración, y que cumpliera como buen ciudadano con su deber. Por supuesto, el prelado quedó curado de espanto, y ya mejor se declaró "sordo y mudo"; nada más le faltó lo ciego para quedar como Hellen Keller.
La cuestión es que muy probablemente el Arzobispo sabía de lo que hablaba. Pero no calibró el alcance que iban a tener sus declaraciones. Les digo que es la falta de costumbre, por todos esos años en los que lo más llamativo que decían los purpurados era cómo había subido el precio de los talonarios para las pollocoas. Pero estos son otros tiempos... y no le han sabido tomar pulso todavía.